Nos la repiten una y mil veces, con distintos intérpretes y con variaciones musicales, nuevos ritmos, pero la letra siempre es la misma. El turismo, ese baúl de las sorpresas en el que una gran mayoría ha tenido desde siempre puesto el ojo porque es la industria de la que desde siempre hemos vivido o en el peor de los casos, hemos sobrevivido. Pero es que el turismo de la época de nuestros padres poco tiene que ver con el actual. Antes los dirigíamos a ellos y ahora nos da la sensación de que son ellos quienes deciden nuestros ingresos.
Se habla del turismo de calidad como la varita mágica que esperamos que nos saque de ese gran foso oscuro donde parece ser estamos metidos. Y no es cuestión de pensar qué fue primero, si el huevo o la gallina, sino más bien cómo tratamos nuestros vínculos. ¿Les damos lo que nos piden con calidad y a precios razonables o queremos seguir que pasen por el aro como si estuviéramos en una pista circense esperando el más difícil todavía? El turista de calidad viene de paso, no es fijo, atraca su yate cerca de la costa y desembarca con una zodiac, se pone morado de langosta, se vuelve al yate y si te he visto no me acuerdo. El otro, el de calidad media y media baja, llega para el todo incluido y con poco para gastos extras, son esos que te encuentras almorzando en las escalinatas de alguna iglesia o bancos de algunas plaza, bocata en mano y lata de refrescos porque no pueden pagarse la carta de un restaurante. Algo tendrán que hacer quienes viven de eso y entienden, si es que quieren seguir al pie del cañón.