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La lógica de Putin

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«O daréis cuenta de que hay asuntos que atrapan a la gente más que otros. No sé cuáles, Yevgueni. Puede que unos estén contra las vacunas, otros contra los cazadores o contra los ecologistas o contra los negros o contra los blancos. Qué más da. La clave es que cada quien tenga algo que lo apasione y alguien a quien odiar. No debemos convertir a nadie, Yevgueni, solo hemos de descubrir en qué creen y hacer que crean en eso todavía con más fe, ¿comprendes? Hay que enfurecerlos a todos. Todavía más. Los que están en defensa de los animales a un lado y los partidarios de la caza al otro. Los del Black Power contra los supremacistas blancos. Los activistas gais contra los neonazis. No tenemos preferencias, Yevgueni».

El principal valor de la novela de Giuliano di Empoli, «El mago del Kremlin», es la perspectiva política de nuestra sociedad contemporánea, sumergida en las redes sociales, atropellada, confusa, veloz, desnortada. El sociólogo italiano Di Empoli, profesor de ciencias políticas en Francia, vuelca en esta novela su visión utilizando a Vladislav Surkov, la mano derecha de Vladímir Putin para la comunicación, como vehículo. Surkov en la novela es Vadim Baranov, quien protagoniza un recorrido por las trastiendas del poder ruso. En el párrafo transcrito, Baranov instruye a Yevgueni Prigozhin, por entonces propietario del restaurante favorito de Putin en San Petersburgo, sobre cómo debía operar al grupo de chavales que se iba a dedicar a intoxicar en las redes sociales. A construir bulos, diríamos. El objetivo del Kremlin es radicalizar, tensionar; nada que nos resulte desconocido. Este Prigozhin sería después el líder del grupo paramilitar Wagner a quien, implacable y frío, Putin tendrá que derribar, con avión y todo, tras perder la confianza.

Di Empoli sitúa a Putin como una continuidad con los zares, Lenin y Stalin: es la esencia del espíritu ruso basado en someterse al poder ejercido con firmeza implacable, inmisericorde. Siendo Putin primer ministro, aún a la sombra de Yeltsin, hay dos atentados muy graves. Putin comparece y dice que «he dado la orden de bombardear el aeropuerto de Grozni» porque los terroristas son chechenos. Un periodista le pregunta si eso no agravará la situación, a lo que Putin, indignado, responde «estoy cansado de responder a este tipo de preguntas. Golpearemos a los terroristas allí donde se escondan. […] Iremos a matarlos mientras cagan». La frase, violentísima incluso en Rusia, dice el asesor de Putin, causó un impacto tremendo. «Era la voz de la autoridad y del dominio. Hacía mucho tiempo que los rusos no la oían, pero de inmediato la reconocieron porque era a la que estaban habituados sus padres y sus abuelos». No hubo que hacer nada más para ganar las elecciones.

Baranov ridiculiza la sociedad americana actual (Europa no merece ni eso): «Esa gente no cree más que en los números. Inteligentes, ambiciosos, con el culto al trabajo y a la información exacta, aburridos como ratas muertas. El problema no es el imperialismo de Estados Unidos. El ejercicio del poder, incluso violento, forma parte de la naturaleza de cualquier imperio. […] El problema es el contenido de la cultura norteamericana; una descivilización que ha hecho imposible la verdadera grandeza a cambio de garantizar un Happy Meal para todo el mundo».

«No es la ideología lo que nos une […]. Lo que esos jóvenes quieren es huir de la banalidad, del aburrimiento. Hay una chispa de heroísmo en cada uno de ellos que solo espera ser avivada. La Tercera Roma, la Rusia Imperial, Stalingrado, ¡qué más da! Lo esencial es apelar a algo grande. Si quieren subsistir, los pueblos deben creer que la salvación del mundo depende de ellos».

El mago del Kremlin es el encargado de gestionar «las fuerzas de la cólera». «Para construir un sistema verdaderamente fuerte, el monopolio del poder no era suficiente, hacía falta tener el de la subversión. Una vez más se trataba de utilizar la realidad como materia para instaurar una forma de juego superior.» Así, a fuerza de cheques, controló casi todos los movimientos sociales rusos. «A los únicos que no pude fichar fueron los profesores, los tecnócratas […], los abanderados de lo políticamente correcto y los progresistas que se pelean porque haya lavabos transgéneros.» Estos «supervivientes de los años noventa, profesionales de los derechos humanos, pasionarias feministas, ecologistas, veganos, activistas gais», «cada vez que tomaban la palabra, consolidaban nuestra popularidad», remata.

De todos esos polvos, el barro de Ucrania, que no sabemos aún cómo acabará. Pero al menos lo podemos entender mejor.

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