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una nueva era/ gaza: más allá de una guerra sin fin

Ningún dios nos perdonará

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Fui consciente de la existencia de Gaza, y del horror sistematizado que allí se vivía, cuando en 2008 formaba parte del equipo directivo de Cáritas Diocesana de Menorca. La sensibilidad que siempre guiaba aquel grupo de personas nos llevó a realizar algunas expediciones solidarias, y en una de ellas aprovechamos para enviar material médico ya en desuso, casi «fósil», procedente del desmontado Hospital Virgen de Monte Toro. Aquella experiencia me abrió los ojos a una realidad que hasta entonces me resultaba lejana.

Comprendí que la historia se repetía. Hace menos de un siglo el mundo quedó horrorizado ante el genocidio perpetrado por el nazismo. Juramos que nunca más. Prometimos no permitir que el odio y la indiferencia volvieran a devastar la dignidad humana. Sin embargo, hoy asistimos en silencio a otra tragedia colectiva. La pregunta es ineludible: ¿qué estamos haciendo nosotros, los que tanto nos escandalizamos con el pasado, para impedir que se repita en el presente?

Las pantallas nos sirven imágenes de niños mutilados, de edificios reducidos a polvo, de familias enterradas bajo escombros. Las vemos entre anuncios de móviles, perfumes y viajes de ensueño. El dolor se mezcla con la banalidad del consumo, y seguimos desplazando el dedo sobre la pantalla como si nada.

Pero el sufrimiento de esos niños no debería ser un eco lejano en la conciencia internacional. Es una llamada urgente a la humanidad, a cada uno de nosotros. Porque no basta con la compasión pasajera ni con la indignación fugaz: el verdadero compromiso exige no callar, no justificar, no mirar hacia otro lado.

Tendemos a pensar que lo que ocurre en Gaza es una «guerra eterna» entre judíos y árabes, un odio ancestral sin solución. No es así. Es un conflicto moderno, nacido en el siglo XX, donde se cruzaron memorias históricas y promesas incumplidas. Lo que hoy vemos tiene que ver con tierra, seguridad e identidad nacional. Y en medio de esa disputa, millones de vidas se encuentran    atrapadas entre muros, bombas y desesperanza.

Gaza, con apenas un puñado de kilómetros de costa en el Mediterráneo, alberga a más de dos millones de personas. La mayoría son niños y jóvenes que nunca han salido de allí, que conocen el mar, pero nunca han tenido la libertad de viajar, que han crecido entre cortes de luz, falta de agua potable y miedo a la siguiente explosión.

Israel, por su parte, vive bajo la amenaza constante de cohetes lanzados desde Gaza. En muchas casas, el sonido de la sirena es rutina. Niños que aprenden demasiado pronto lo que significa correr a un refugio. Vidas enteras reducidas a la lógica de la supervivencia.

Sin embargo, lo que rara vez aparece en los titulares es la dimensión humana. Más allá de banderas e ideologías, hay padres que intentan proteger a sus hijos, médicos que trabajan sin descanso en hospitales colapsados, jóvenes que sueñan con estudiar o enamorarse, abuelos que quisieran dejar como herencia algo distinto al miedo.

Hablar de Gaza no es hablar solo de geopolítica, ni de resoluciones internacionales que nunca se cumplen. Es hablar de vidas rotas y de resiliencias silenciosas. De seres humanos que, incluso en medio de la oscuridad, buscan razones para celebrar, para educar, para seguir amando.

Quizá el primer paso hacia la paz consista en algo tan sencillo, y tan complejo a la vez, como mirar este conflicto desde un punto de vista humano. Recordar que, más allá de las fronteras, nadie quiere vivir con miedo. Que todo niño merece jugar sin sobresaltos, toda madre ver crecer a sus hijos en paz, y todo pueblo tener un horizonte de dignidad.

Gaza sigue siendo el epicentro de un conflicto que no debería llamarse eterno, sino urgente. Y si seguimos mirando hacia otro lado, si aceptamos esta devastación como algo inevitable, entonces ningún Dios —ni el de los judíos, ni el de los musulmanes, ni el de los cristianos— nos perdonará.

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