Cuando parece que del verano ya queda poco y las vacaciones se están terminando, el pueblo se viste de fiesta, las calles se engalanan y llega la mujer del tenderete con juguetes y garrapiñadas. Es como si no quisiéramos que todo acabara y que intentáramos alargar la diversión unos días más. Verbenas, noche de teatro, concursos para niños y jóvenes, marcha en bicicleta, sopar a la fresca y homenaje a los mayores. Todas las fiestas patronales se parecen, pero cada una tiene algo particular. Esto se va repitiendo en el tiempo y una no puede evitar acordarse de las fiestas de hace cincuenta años. Las cosas han evolucionado y, sobre todo, se han civilizado. Ya no te ganas un conejo o una gallina si eres el más rápido en las carreras, por ejemplo. Probablemente antes éramos -cómo decirlo-, más asalvajados. Y, claro, ahora todo esto no está bien visto. Dónde vas a parar. El programa de las fiestas ya nos lo advierte desde la primera página con un detallado decálogo sobre lo que hay que hacer y lo que no. Viene a ser como los Diez Mandamientos de la ley de Dios, que se resumían en uno. Estos, que tratan de cómo debe ser el comportamiento sexual de los vecinos, también se pueden resumir en uno: no hagas nada sin el consentimiento del prójimo.
Consentir es el verbo más importante de nuestra sociedad. ¿Qué se puede consentir y qué no? Si un caballero se fija en ti y te quiere invitar a bailar y a ti no te gusta, le puedes decir: oiga, esto yo no lo consiento. Y si por casualidad te intenta coger de la cintura, muchísimo peor: oiga, usted qué se ha creído, le digo que esto no se lo consiento. A lo que añadirás, con gesto severo: no, y punto. Seguro que así te deja en paz y se va a molestar a otra. Pero si te gusta y al final acabas enrollándote con él, ve con cuidado -alerta el decálogo-, utiliza un condón. Este programa de fiestas es la monda. Da la impresión de que vas a estar en peligro todo el tiempo, como si fueras a una guerra, o a una reunión de delincuentes. Se te quitan las ganas. Mejor me quedo en casa.