La ciencia apunta. Nosotros decidimos hacia dónde miramos.
Este verano, que empieza a despedirse, he paseado entre los magníficos gigantes del observatorio espacial de La Palma, y quizá por eso, o quizá porque el cielo siempre despierta lo esencial, me he hecho consciente de algo que me conmueve profundamente: muchas de las conversaciones que mantengo con personas sabias, octogenarias (quizá por ello sabias), acaban girando en torno al misterio del Universo. Como si, al borde del ocaso, la mirada se elevara inevitablemente hacia lo infinito. También al observar las culturas ancestrales y prehistóricas, comprobamos cómo el cielo ocupaba un lugar central en su pensamiento. Nuestros monumentos talayóticos, y tantas otras estructuras de piedra levantadas por el ser humano en el alba de los tiempos, parecen orientarse hacia las estrellas, como si quisieran dialogar con ellas. Y, sin embargo, seguimos sin saber casi nada del inmenso espacio en el que flotamos, suspendidos en un silencio que no comprendemos.
Y ahí está, entre Marte y Júpiter, girando silenciosamente en el cinturón de asteroides, como si custodiara la frontera entre los planetas rocosos y los gigantes gaseosos. Se llama Ceres, y aunque parezca una nota al pie en la partitura del sistema solar, la ciencia ha comenzado a mirarlo como quien abre un libro olvidado y descubre, en sus páginas, señales de vida que pudo haber sido. «Ceres pudo haber estado habitado». Lo dice la NASA.
Ceres es lo que los astrónomos llaman un planeta enano, como Plutón. Con apenas 950 kilómetros de diámetro, es lo bastante grande como para tener forma esférica, pero no lo suficiente como para haber «limpiado» su órbita. Aun así, es el objeto más grande del cinturón de asteroides, y durante un tiempo se le consideró el octavo planeta, antes de que se redefinieran las reglas del juego celeste.
La nave Dawn, de la NASA, que orbitó Ceres entre 2015 y 2018, envió imágenes que dejaron a los científicos perplejos: manchas brillantes que reflejaban la luz como espejos en medio de un terreno opaco y rocoso. Al analizarlas, descubrieron que eran depósitos de sales que afloraban desde el interior del planeta que provenían de un océano salado subterráneo. Y eso lo cambia todo.
Agua líquida, energía interna y materiales orgánicos, los tres ingredientes básicos para la vida tal y como la conocemos. No hace falta más para que la imaginación, y la ciencia, empiecen a hacerse preguntas.
La NASA no afirma que haya vida hoy en Ceres, pero sí que hay indicios de que en algún momento pudo haber entornos habitables. Eso ya es una afirmación importante. No es lo mismo decir «podría haber vida» que decir «pudo haberla habido». La primera es esperanza; la segunda, sospecha.
2 Los datos más recientes indican que algunas zonas de Ceres siguen siendo geológicamente activas, y que el agua salada puede seguir filtrándose desde su interior. Tal vez no haya peces en ese océano subterráneo, pero ¿y microbios? ¿Y formas de vida que escapan a nuestra taxonomía terrestre?
Siento que no estamos solos… aunque lo estemos. A veces no se trata de encontrar vida extraterrestre con forma y nombre, sino de entender que la vida no es una anomalía local, sino una posibilidad universal. Ceres nos lo recuerda: un cuerpo pequeño, frío y aparentemente estéril que, sin embargo, tiene dentro de sí los elementos del milagro. Y eso, más allá de la astrobiología, es una lección de humildad. Porque si la vida puede surgir en un rincón remoto de un cinturón de asteroides, ¿cómo no vamos a protegerla, amarla, cuidarla, aquí y ahora?
Podemos usar los descubrimientos sobre Ceres para alimentar la curiosidad, para impulsar nuevas misiones, para seguir explorando lo que hay más allá. O podemos simplemente encogernos de hombros y quedarnos con el pensamiento fácil de: «hay mundos que no sabíamos que eran mundos». Pero se perciben, dentro de ellos, siluetas invisibles que tal vez, en algún momento, respiraron.