Acerca de la felicidad se miente mucho. Se nos repite constantemente que la felicidad está en las cosas pequeñas. En un gesto inesperado, por ejemplo. En una sonrisa cómplice cuando menos te lo esperas. También tenemos que ser felices -y cuanto más tiempo, mejor- por lo que la vida nos regala. Una canción, un cuento, un jardín de rosas muy florido, una puesta de sol desde un acantilado. Existen millones de cosas que nos harían felices, pero por alguna extraña razón no las vemos. Por eso digo que se miente tanto. A quién le importa, realmente, una puesta de sol. Solo dura unos minutos y se desvanece en seguida. Y si tú tienes alguna preocupación, al rato ni te acuerdas. Todo te parece una cursilada sin ningún valor. Porque lo más negro oscurece los buenos momentos. Y, además, no se puede ser feliz todo el tiempo. Nunca he conocido a nadie que se declare feliz. Si alguien lo hiciera nos parecería que es un ingenuo o un tarado que no entiende de qué van las cosas. Otro Cándido de Voltaire. Alguien que vive al margen de los noticiarios y la asquerosa actualidad.
La felicidad puede estar en un buen plato de macarrones con salsa boloñesa, siempre no que enciendas la tele a la hora de comer. Puede estar en un viaje soñado largo tiempo, a no ser que los trenes se retrasen y te quedes tirado en un andén. También puede estar «en una nueva marca de tabaco a las once y mi amor que vuelve en el autobús de las cuatro», según escribió Malcolm Lowry en el mejor poema del mundo. La felicidad solo dura un instante. Pero se reconoce en seguida. Y ojalá se pudiera eternizar. Aunque seguramente, si no acabara nunca, nos moriríamos por exceso. ¿De qué ha muerto?, dijo él. De un sobrante de felicidad, dijo ella. Ah, fantástico, dijo él.