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Los expertos son para el verano

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El locutor clava su mirada en el foco de la cámara reclamando la atención de su audiencia con un casi imperceptible levantamiento de la ceja izquierda. Su voz parece quebrarse: «Los expertos aseguran que uno de cada cuatro robos se comete en verano». Nadie parece enterarse; nadie parece realizar mentalmente la operación simple de contar el número de las estaciones del año y tratar de adjudicarle a cada una un suceso de cuatro. La voz alterada del locutor varía entre la alarma y la preocupación por lo que parece creer, según sus cuentas, un peligroso fenómeno estival. Solo parece tranquilizarse para dar paso a un experto (¿será un asaltante profesional?) que desarrolla, acto seguido, algunas obviedades y pequeños consejos idénticos a los que podría ofrecer una criatura de cuatro años consultada a tal efecto.

Este es un mero ejemplo entre los muchos proporcionados por el nuevo periodismo sociológico que sacude nuestros medios cuando nuestra clase política tiene a bien regalarse unas merecidas vacaciones. Muestra un fondo terrible: como público aceptamos de forma completamente acrítica, habitual y emocional todo tipo de datos, números y estadísticas. Nuestra mente como telespectadores parece funcionar así, si le muestras un gráfico suficientemente historiado, le echas una cuenta rápida que avergonzaría a un profesional del trilerismo o le añades dos decimales a cualquier absurdo por ciento obtienes una confianza ciega en el resultado.

Tal vez desarrollamos en nuestra infancia una confianza excesiva en las pizarras de nuestras aulas. Tal vez aprendimos a aplicar docilidad y sumisión frente a lo incomprensible e inevitable de la caída de los cuerpos, las relaciones entre los ángulos de un triángulo o la asignación de valencias a los elementos.    Lo que no comprendimos demasiado bien, decidimos aceptarlo como cierto y trasladamos la misma actitud sumisa de la pizarra a la pantalla. No es un comportamiento tan extraño. Suena raro así explicado, pero durante siglos fue el componente principal de la educación porque implica la aceptación de la autoridad del que enseña y su mayor conocimiento de la realidad. Se llama fe.

Tal vez el problema está en que la fe no transita tan dócilmente como parecemos esperar entre las distintas formas de conocimiento: no pasa con facilidad por los filtros establecidos entre fe y razón, entre religión y ciencia. Desde luego parece absurdo depositarla en quien te dice que pruebes tu mismo, que no te creas nada, que experimentes. Sin embargo ese es exactamente el punto al que hemos llegado. El que justifica la necesidad de expertos para beber agua, ponerse un sombrero o buscar las sombras en días de calor.

Debido a mi inexperiencia y a mi confianza ciega en causas de las que la vida se ha encargado de redimirme, no entendí a mi abuelo cuando, hace muchos años, me planteó un razonamiento que hoy valoro como irreprochable: «Cuando era joven –me dijo– creíamos que cuando todos supieran leer y escribir resultaría imposible engañarles. Hoy todos saben leer y escribir; todo lo que ha sucedido es que se les engaña por escrito».

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