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Un futuro sorprendente

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Nada hay peor que el fatalismo, el sentimiento (porque de un sentimiento se trata, no de un ejercicio de la razón) de que lo que nos espera es lo peor, y que es, además, inevitable. El fatalismo es, sobre todo, producto de la fantasía y enemigo de la realidad. Es verdad que vivimos en un mundo lleno de amenazas y que a veces nos oprime la angustia. Pero es posible luchar contra ella.

En un artículo anterior (El hombre y el perro) contaba la historia de un pueblo imaginario, al que llamaremos Centralejos, que acogía un centro de tratamiento de datos, pieza central del desarrollo de la inteligencia artificial (IA). Allí avisaba del peligro de convertirnos en un suministrador de energía eléctrica barata para las grandes empresas extranjeras de IA, un uso poco atractivo de nuestros recursos materiales y humanos. Hoy nos situaremos hacia 2030, para tratar de dibujar una trayectoria posible para partes de nuestra España vaciada en el futuro próximo. No tengo bastante imaginación como para dibujar un futuro más allá de nuestras fronteras.

Hacía poco que Centralejos había inaugurado su central de datos cuando ocurrió lo que muchos esperaban: en 2026, la burbuja de la IA reventó como la de los «puntocom» del año 2000. La razón era evidente (a toro pasado, claro): las enormes sumas invertidas en las empresas de IA a la espera de una rápida rentabilidad habían visto que la capacidad de producción eléctrica no podía abastecer a tantos centros de datos, y que las empresas consumidoras de IA no habían sabido -con excepciones- traducir sus inversiones en aumentos de productividad. Los dividendos esperados se esfumaban. El escepticismo se había convertido en pánico, y las acciones de las empresas de IA se habían desplomado. Afortunadamente, la burbuja había sido financiada sobre todo por las grandes del sector, capaces de soportar enormes pérdidas. El asunto quedó en casa, como ocurrió con las puntocom; no fue como en la crisis financiera del 2008. Pero se desvaneció el sueño, o más bien la pesadilla, de ver toda la región cubierta de placas solares destinadas a hacer la competencia a la electricidad procedente del Sahara.

Nada de esto perturbó la vida tranquila de Centralejos. La central, ya en marcha en 2025, se salvó de la quema, aunque siguió siendo un cuerpo extraño en aquel paisaje rural. Pero mucho había cambiado en el entorno. Desde el pueblo se había visto el resplandor de los incendios forestales hacia el NO. Los pocos jóvenes del pueblo habían ido allá como voluntarios, y eran conscientes de la necesidad de seguir trabajando en el bosque durante el invierno. Cuando se pusieron en marcha programas de trabajo para gestionar los bosques supervivientes pudieron participar en ellos, lo que les ofrecía una alternativa a un empleo en la capital de provincia; un empleo atractivo tanto por el salario como por el contacto humano que les brindaba sin necesidad de emigrar.

A la gestión de los bosques siguieron los planes de reforestación de los bosques incinerados. Participando en ellos, los jóvenes vieron la posibilidad de construir proyectos de reforestación rentables, menos dependientes por consiguiente de unas ayudas públicas siempre inciertas. Una empresa extranjera puso en marcha un proyecto piloto en el que el futuro bosque tenía como ingresos el precio del carbono que capturarían sus árboles, un activo que tenía un precio en el mercado. La empresa había logrado atraer el interés de grandes inversores que participaban en su capital.

Esto abría nuevas perspectivas para los jóvenes de Centralejos. Su participación en las tareas de reforestación les mantenía en contacto con sus vecinos, con los que compartían conocimientos y a los que podían acudir en caso de necesidad. Se dieron cuenta, además, de que Centralejos poseía un activo con gran potencial: una vez regenerado, gracias a los procesos empleados en la reforestación, el suelo agrícola era una gran riqueza, en un momento en el que el enorme aumento del coste del transporte abría el mercado a la agricultura de proximidad.

Esta fábula encierra una lección para el fatalista: no hay mal que por bien no venga.

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