Leías un texto de Pablo d’Ors: «Claro que hoy hemos ‘matado’ a nuestros padres y profesores, nos hemos independizado de ellos, poniendo en crisis la institución familiar y cualquier principio de autoridad (...) Hoy se asocia con depender más que con amar». El pasaje te angustió. Porque sabías de su veracidad. Y te preguntaste en qué instante y por qué se inició todo. Un ejemplo claro es propio. Cuando comenzaste a ejercer como maestro los alumnos se ponían de pie cuando entrabas en clase (algo que te disgustaba sobremanera). Al cabo de treinta y ocho años, tus discípulos habían pasado de eso a un «¡Oye, tío!». No había en ellos maldad, sino que deambulaban por la vida sin unas pautas que debieron de haberles proporcionado sus padres. Algo que confirmabas cuando les conocías... Por eso no eras muy severo y recurrías a la ironía: «¡Oye, sobrino!»...
La sombra de las dictaduras es –parafraseando a Delibes- muy alargada. De ahí que un exceso de autoritarismo conlleve una posterior relajación, igualmente excesiva. La ley del péndulo. Tras la bendita democratización de este país, decidió abolirse todo aquello que oliera, por ejemplo, a orden, creyendo, erróneamente, que orden y franquismo eran sinónimos Así, hablar de valores constituía una actitud conservadora. De buena educación, una postura fascista. De la familia, un vestigio del Enanísimo. De ética, algo demodé y un claro residuo de una de las peores épocas de España... Se mezcló todo. Se confundió dictadura felizmente finiquitada con un simple cúmulo de normas que podían facilitar la convivencia armónica de los ciudadanos, independientemente de sus credos. Por tanto, el papi tenía que ser ahora muy progre y el amiguete del hijo; el profe, el compi y... ¿Cuántos padres/madres, que no colegas, hicieron entonces dejación de sus funciones? A resultas de lo dicho muchos chavales fueron privados de lo que, generalmente, denominaríamos valores, no fuera a ser que quien tenía que inculcárselos fuera tildado de retrógrado... Y los adolescentes comenzaron a acampar, por tanto, y desde entonces, a sus anchas... Algunos están actualmente en la Carrera de San Jerónimo…
Llevas dicho que una persona sin principios es como un coche sin frenos: tarde o temprano se la pega... Y en esas estáis...
Añade d’Ors: «Pero si no somos hijos, lo cierto es que no podremos ser hermanos (…) Esto es lo que nos incapacita para ver y escuchar de verdad, y para sentir y comprender que todos somos uno». A pesar de vuestras discrepancias –añadirías-.
Esta falta de fraternidad del pasado reciente, que fue medrando en aras de un mal entendido progresismo, tal vez sea la causa del tristísimo ambiente político y social que se respira actualmente en vuestro país: los dos principales partidos son incapaces de llegar a acuerdos; los políticos de corrientes ideológicas opuestas se consideran enemigos más que discrepantes; no se penaliza ni la corrupción ni la mentira; ganan los meramente aduladores u oportunistas y el Congreso se parece ya más a un circo que a lo que debería de ser: un órgano representativo esencial en el que un grupo de hombres buenos tuvieran perfectamente interiorizado que buscaban un mismo objetivo, aunque por caminos distintos: el bienestar de la ciudadanía, especialmente la más frágil y debilitada... Si el amor y el respeto y los principios no pululan hoy por la Cáamara Baja, si un diputado puede ser un egocéntrico y otro un inquieto aspirante, si sus señorías dan muestras continuas de odios reales y constatables, si el pueblo les importa un kínder, el coche acabará por chocar... Y, al hacerlo, proporcionará al viejo dictador su última y más desoladora victoria...