Cuando al torero le dijeron que el que tenía enfrente era filósofo, preguntó: «¿Filo, qué?». Sucedió en una fiesta en un hotel de Madrid. Se cuenta que el filósofo y el torero fueron presentados por José María de Cossío. El torero, cuando se enteró de que la misión de su interlocutor consistía en dedicarse a pensar, pronunció la famosa frase que ha pasado a la posteridad: «Tié q’haber gente pa’ tó». El Gallo era Rafael Gómez Ortega y el filósofo era José Ortega y Gasset.
No es la nuestra, época de pensamiento sino de pasión, y el prestigio que habíamos otorgado a la inteligencia humana ya lo hemos traspasado a la artificial. ¿Dónde están ahora los que piensan, razonan y argumentan? Porque todos sabemos dónde están y quiénes son los que gritan, aúllan y ofenden; son aquellos que no existen si no insultan; sus acusaciones no son originales, son copia de las que ellos merecen. Lo demuestran las sesiones parlamentarias y las vocerías de partido: sus mutuas descalificaciones ya no provocan interés sino hartazgo; si a uno ayer se le ocurrió decir que «el mejor vino blanco es un tinto», hoy uno puede sentirse tentado a expresar otra ocurrencia: «el mejor orador parlamentario es el callado».
Se lo hemos recriminado muchas veces, una vez lo reconocieron, nunca se enmendaron, continúan escupiendo. Será que en este país nuestro sigue habiendo «gente pa’ tó».