En la cola de embarque para la aerolínea de bajo coste que todos criticamos mientras embutimos el mini equipaje bajo el asiento y que nos resuelve mucha salidas sin arruinarnos, Ryanair. Mi teléfono móvil se precipita, como tantas otras veces, del bolso al suelo mientras agachada, rebusco para sacar la cartera y el carné de identidad, nada serio, un palmo de altura, pero esta vez se queda inerte.
Blackout, un abismo oscuro, no responde, cero energético en toda regla, y empiezo realmente a ponerme de los nervios: ahí está mi tarjeta de embarque, el contacto de quien me recoge en el aeropuerto de llegada –quién memoriza ya algún número–, el grupo de WhatsApp de las amigas, en fin, la vida.
Por suerte, mi pequeño diablillo analógico, nada sostenible, siempre está ahí, susurrándome al oído «imprime, imprímelo todo», y suelo hacerle caso así que sí, ahí estaba, dobladita en un bolsillo, la tarjeta de embarque de repuesto, la de papel de toda la vida, que me salvó del embrollo. A partir de ahí, paz y desconexión, pero por poco tiempo, porque la tecnología y el móvil son ya imprescindibles para casi todo.
La próxima vez el percance no se podrá resolver con un código en papel, Ryanair ha anunciado que a partir del 12 de noviembre solo aceptará tarjetas de embarque cien por cien digitales, así que los pasajeros ya no podrán descargar e imprimir una física. Todo se hará a través de su aplicación móvil, más de 200 millones de pasajeros anuales de la aerolínea irlandesa se verán obligados a descargársela, registrarse y realizar en ella todos los trámites necesarios antes de embarcar. Obligados a tener smartphone; si colapsa, supongo que pasarás por caja para no quedarte en tierra; si eres torpe con las app, te aguantas; si quieres un trato inclusivo, que se apiade de tu falta de habilidades digitales, búscate otra compañía. Lo malo es que la decisión sigue la línea de otros sectores y marca una nueva era, una transición drástica sin mirar quién queda atrás.