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Una nueva era

El vértigo de nuestro tiempo

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Hoy hace un día espléndido, de esos que alegran la vida y curan el alma. Rodeada de naturaleza, con los perros correteando, la gata enroscada tomando el sol y la burra asomándose curiosa por la cristalera, parece por un instante que el mundo ha sanado. Pero no, basta volver a la realidad para recordar que vivimos tiempos inciertos. Todo parece desmoronarse, como si los pilares que durante siglos sostuvieron nuestras sociedades se resquebrajaran uno a uno. En Occidente, donde creíamos haber conquistado la tranquilidad, el llamado «progreso» nos ha regalado avances incuestionables, sí, pero también nos ha pasado una factura alta: soledad, familias fragmentadas, valores que se desvanecen y una forma de vida centrada únicamente en el «yo». Ese individualismo, que prometía libertad, nos está dejando inevitablemente huérfanos de sentido.

Las consecuencias son palpables. La soledad se multiplica, las enfermedades mentales crecen y demasiadas veces terminan en suicidio. La estadística ya no es fría, se traduce en rostros cercanos, en jóvenes que no encuentran un horizonte al que aferrarse. Ellos necesitan referentes, figuras con principios, con una mirada humanista capaz de orientarles hacia una vida más plena. Pero, ¿dónde los encuentran cuando lo que abunda son modelos huecos, efímeros, atrapados en la pantalla del móvil o en el escaparate de la fama rápida?

Hoy recibimos noticias terribles casi al instante. El mundo entero nos cabe en el bolsillo. Pero junto con la información, penetran en nuestras casas y en nuestras almas mensajes que, disfrazados de entretenimiento, instalan la violencia, el consumismo o la banalidad en forma de películas, videojuegos o redes sociales. La facilidad con la que estas imágenes nos seducen y colonizan nuestros pensamientos nos está alejando, poco a poco, de una vida con raíces y con sentido.

El resultado es una sensación generalizada de caos: familias debilitadas, medioambiente amenazado, sociedades enfrentadas, guerras que resurgen donde pensábamos que ya eran imposibles. Todo parece estar patas arriba. Y en medio de este desconcierto hemos cometido un error grave: abandonar la espiritualidad. Olvidar que el ser humano no es solo cuerpo, sino también alma. Podemos tener la nevera llena y el último dispositivo en la mano, pero si no nutrimos esa dimensión más honda quedamos incompletos, desorientados, vulnerables.

Hace apenas unos días tuve la oportunidad de pasar cuatro jornadas en Oxford, en un encuentro internacional bajo el título Call of the Time, donde se reunieron políticos, médicos, filántropos y académicos de diferentes países. Nos unía una misma inquietud: pensar juntos cómo revertir este rumbo de deshumanización que nos afecta a todos. Fueron días de conversaciones intensas y también de silencios fecundos. Y confieso que volví con una convicción clara: solo se puede incidir en el mundo desde el cambio personal. Ningún discurso ni reforma externa será suficiente si no empezamos por transformarnos por dentro, si no logramos coherencia entre lo que pensamos, decimos y hacemos.

No se trata de nostalgia, ni de idealizar un pasado que tampoco fue perfecto. Se trata de recuperar lo esencial: volver a reconocernos como personas que necesitan amar y ser amadas, que requieren una comunidad, que crecen con valores compartidos y que se fortalecen con una vida espiritual, sea cual sea su forma. Esa dimensión es la que da cohesión, la que nos recuerda que no estamos solos, que nuestra vida tiene sentido y que nuestros actos importan.

Quizá hoy más que nunca es necesario levantar la vista de la pantalla y preguntarnos qué legado queremos dejar. El progreso material, sin duda, ha de seguir. Pero no puede ser a costa de despojarnos de lo humano. Sólo si logramos volver a integrar cuerpo y alma, ciencia y sabiduría, libertad y responsabilidad, podremos construir un futuro que no nos asuste, sino que nos sostenga.

Porque en el fondo, lo que la humanidad anhela no es tanto velocidad ni abundancia, sino serenidad, propósito y una vida que valga la pena ser vivida.

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