A perro flaco todo son pulgas, dice un refrán que podríamos aplicar a las civilizaciones que colapsan, esos lugares antaño poderosos, ejemplo viviente de lo que el ser humano es capaz de conseguir, que con el paso del tiempo y los errores devienen en pequeños infiernos olvidados. Lo terrible es que eso podría haberse evitado. Dicen que en Suecia aquella forma de vivir ideal, conformada por una confortable red de progreso, derechos y comodidades, toca a su fin. Resultado de una política de extrema hospitalidad hacia el que es «diferente» que ha acabado por convertir el destino soñado por los emigrantes en una copia del lugar inhóspito del que escaparon. Allí hay barrios de «no acceso» donde ni siquiera la policía puede entrar, controlados por mafias delictivas fuertemente armadas.
Tiroteos y explosiones se escuchan casi a diario. En Suecia las palabras que más resuenan ahora mismo no son libertad, derecho o igualdad, sino criminalidad, violencia y desigualdad. Crucemos el charco. Hace un par de días Estados Unidos volvía a reproducir ese tipo de eventos tan suyos: tiroteo y masacre. Solo que esta vez se daba un pasito más. En la decadente ciudad de Flint, Michigan, antaño poderosa urbe industrial, un pirado -excombatiente en Irak- se pone a pegar tiros en una iglesia mormona repleta de fieles y, no contento con el resultado, prende fuego al edificio para abrasarlos vivos. Cuatro muertos. A más de mil kilómetros, en la idílica localidad de Southport, Carolina del Norte, otro exmarine pirado abre fuego indiscriminado contra las parejas y familias que escuchaban música en vivo en el muelle, matando a tres personas y dejando varios heridos graves. ¿De verdad es inevitable esta degeneración?