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El factor humano

| Menorca |

Entre las maldiciones del castigo divino merecido por la arrogancia de construir la enorme Torre de Babel europea destaca, sin lugar a dudas, la de nuestra pérdida del nombre de las cosas; incluso el de las más habituales y cotidianas. Tal vez un empeño tan descomunal debería haber empezado por una fijación clara de conceptos que nos permitiese decir a los habitantes de este rincón continental que, cuando hablamos de algo, hablamos de lo mismo. La palabra trabajo, por ejemplo, no parece tener exactamente el mismo significado en los distintos idiomas de nuestra Comunidad. Así para un angloparlante se trata de Work: «1.- Actividad que implica esfuerzo físico o mental realizada con el fin de conseguir un propósito o resultado. 2.- Tarea o tareas que deben ser realizadas». Para un francés se trata de Travail: «1.- Actividad del ser humano aplicada a la producción, la creación o el mantenimiento de cualquier cosa. 2.- Actividad profesional regular y remunerada». En italiano, y según el Corriere della Sera, Lavoro: «1.- Empleo de una energía para la obtención de un objetivo determinado. 2.- Ocupación específica que proporciona una retribución». En alemán encontramos el célebre Arbeit: «Cualquier forma de actividad dirigida, física o mental, destinada a la producción, mantenimiento o implementación de bienes o servicios». En el diccionario de la RAE, Trabajo: «1.- Acción y efecto de trabajar. 2.- Ocupación retribuida».

Se traslucen en estas definiciones, con claridad meridiana, las distintas percepciones y sensibilidades europeas, la católica y la protestante, de una misma acción, la de trabajar. Para Adam Smith el trabajo no es sólo la fuente de valor de los productos, es además el auténtico patrón sobre su coste: cuanto se ha de trabajar para poder adquirir algo. David Ricardo apunta hacia la valoración de las mercancías según el trabajo que cuesta producirlas. Marx insiste en su capacidad de producir plusvalías al capital y su condición de insumo directo en el coste de producción mientras denuncia la separación aberrante entre el verdadero productor y su producto. Taylor plantea su división y posible organización científica. Weber relaciona el trabajo con la ética de las sociedades condicionando su productividad a sus creencias y valores. Nosotros seguimos la curiosa entrada sexta del diccionario. «6.- Esfuerzo humano aplicado a la creación de riqueza, en contraposición a capital». (En aquellos lugares donde se prioriza la función productora de bienes y servicios del trabajo sobre su función social, dirían, tras la coma, «en colaboración con el capital».)

Podría, por tanto, asegurarse que nuestra actual clase dirigente realiza un alarde de fina cultura y profundo conocimiento del idioma cuando habla de estar trabajando duramente al retrasarse en su presentación de los Presupuestos Generales del Estado; al «sudar la camiseta» durante sus reuniones en Waterloo; al proveer al hermanísimo de una necesaria «ocupación retribuida» que le proporcione medios de vida, respetabilidad y autoestima; al complicar las relaciones laborales con demandas no solicitadas por los trabajadores y promesas de inspección e intervención o al defender a capa y espada las irregularidades domésticas y docentes de las inquilinas de la Moncloa.

No es casual, desde luego, que la palabra latina «tripalium», que dio origen al verbo «tripaliare», torturar, y a nuestros términos «trabajar» y «trabajo», fuese inicialmente un instrumento de tormento compuesto por tres palos. No en vano la novena entrada de nuestro diccionario hace referencia a «9.- Penalidad, molestia, tormento o suceso infeliz». ¡Los trabajos que tiene uno que pasar! Y esta última entrada parece ser la que considera acertada y definitiva nuestra clase política. Solo le falta el añadido de Génesis, 3:19. «Ganarás el pan con el sudor de tu frente hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres y al polvo volverás».

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