Un reciente informe de la OCDE alerta de que, en nuestro país, más del 35 por ciento de las diferencias socioeconómicas se debe a factores heredados o impuestos. Este dato sitúa a España entre los países ricos con mayor desigualdad de oportunidades y, por tanto, con menor capacidad de ascenso social. La meritocracia en España es, en gran medida, una promesa incumplida: aunque existen mecanismos de movilidad y la educación ofrece oportunidades reales de mejora, el origen familiar y las desigualdades estructurales siguen condicionando de manera determinante el futuro de la mayoría. Como le dijo un ilustre corresponsal de este diario a una amiga, en este país «quien nace lechón, muere cochino».
César Rendueles, sociólogo del CSIC, recuerda que la creencia en la meritocracia puede acabar legitimando ciertos privilegios, ya que son precisamente los más acomodados quienes tienen el camino más despejado para acumular méritos. El ejemplo de los jóvenes que, durante la universidad, deben trabajar los fines de semana –o en Balears a jornada completa a partir de mayo– mientras sus compañeros pueden dedicarse exclusivamente a estudiar y hacer prácticas gracias a los contactos familiares ilustra cómo la situación económica y social del hogar genera acumulaciones de ventajas. Los estudios de los sociólogos Fabrizio Bernardi y Héctor Cebolla muestran que, en España, a igual rendimiento escolar, la probabilidad de cursar estudios superiores es mucho mayor entre jóvenes de clase alta que entre los de familias trabajadoras. Es posible, por tanto, que la educación pública no esté garantizando una verdadera meritocracia, probablemente debido a la falta de recursos: España es uno de los países ricos de la OCDE que menos invierte en educación por habitante.
A esto se suma la estructura productiva y el mercado laboral, marcados por un elevado desempleo, una gran proporción de empleos de baja cualificación, y una alta temporalidad y parcialidad involuntaria. Estas condiciones limitan las trayectorias laborales ascendentes. Valga como ejemplo que, en España, una parte considerable de las élites son funcionarios del Estado, algo que no ocurre en los países de nuestro entorno, donde las élites operan mayoritariamente en el sector privado. En mi opinión, este fenómeno se explica, al menos en parte, por la estructura productiva española, los bajos salarios y las escasas posibilidades de ascenso que ofrece el sector privado.
La vivienda constituye otro de los grandes factores que refuerzan la desigualdad de oportunidades. La burbuja inmobiliario-financiera imposibilita que los jóvenes de las clases trabajadoras accedan a una vivienda en muchas zonas del país, obligándolos a vivir en condiciones subóptimas, lo cual limita sus posibilidades de progreso social. El «capital familiar», por tanto, no es solo educativo o cultural, sino también patrimonial: quienes heredan se pueden permitir el lujo de no aceptar cualquier trabajo precario, de cursar formaciones más largas o de preparar una oposición de alto rango.
En definitiva, en España el éxito y el fracaso dependen de factores ajenos al esfuerzo individual en mucha mayor medida que en los países de nuestro entorno. Esta realidad contribuye a explicar la desconfianza en las instituciones y la sensación de injusticia que alimentan el actual desencanto político y social. Más leña al fuego.