No sé si se habrán fijado ustedes, vamos yo creo que sí, que cuando nos disponemos a cambiar impresiones en lugares cerrados, en restaurantes sobre todo, hablamos a grito pelado y no es porque nuestro sentido auditivo cambie según donde uno se encuentre, sino porque yo diría que es ya como una costumbre. Ese incómodo hábito de alzar la voz a niveles de tenor o soprano de pacotilla se contagia a elevada potencia entre el resto de comensales, porque cuando unos dan la nota más alta, el resto intenta superarla en la creencia de que así van a ser mejor escuchados. Falsa creencia señores míos, porque cuanto más se grita menos nos entendemos, que en realidad es lo que se pretende, conversar entre unos y otros.
Lo malo es que cuando abandonas el local no sabes muy bien si han escuchado lo que tú pretendías decir o lo han interpretado erróneamente, pero lo que sí sabes con toda seguridad es que tú no te has enterado de casi nada. Pensándolo bien es posible que sea esta la táctica de muchos políticos en sus mítines, gritar y gritar entremezclando repetidas consignas para que no lleguemos a diferenciar del todo las verdades de las mentiras. Solo cuando consigues soltar amarras y ser tú mismo sin presiones externas, sueñas con regresar a tu castillo, echar los cerrojos, subir el puente levadizo y sentarte en tu butaca a media luz, dejándote llevar al ritmo de suaves melodías.