Me apasiona escribir a mano. Usar pluma, un bolígrafo con trazo suave, un lápiz bien afilado o un rotulador fino me permite enmarcar las letras como si fueran un dibujo. Sin embargo, el ordenador y el móvil me han ido ganando terreno, y con ello aparece cierta torpeza cuando vuelvo a coger alguno de estos compases del trazo. Pero, como recuerdan los neurólogos, escribir a mano no es una reliquia romántica, sino una herramienta poderosa para aprender mejor, pensar con más claridad y conectar con lo que sentimos.
El cerebro no trabaja igual con un bolígrafo que con un teclado. Al escribir a mano, cada letra exige un gesto distinto. No es lo mismo trazar una «a» que una «m». El cerebro debe planificar, coordinar y ejecutar movimientos únicos para cada signo. De hecho, aunque antiguamente en los colegios se enseñaba una caligrafía uniforme, hoy se sabe que cada escritura guarda matices irrepetibles, como las personas. Esa singularidad la estudia la grafología y, en su vertiente más objetiva, la pericia caligráfica, que incluso se emplea en los juicios como prueba de identidad, culpabilidad o inocencia. En cambio, en el teclado todas las letras se resuelven del mismo modo, presionando una tecla. Esa «exigencia» adicional de la escritura manual deja una huella más profunda y, así, fortalece la memoria a largo plazo, ayuda a ordenar ideas y estimula la creación de conceptos nuevos.
La neurociencia muestra que al escribir se activa un circuito específico que conecta áreas de percepción, lenguaje, memoria y control motor. Es decir, escribir no sólo deja constancia de palabras, sino que construye pensamiento. De ahí que hay estudios con universitarios que establecen que los que toman apuntes a mano recuerdan y comprenden mejor porque han tenido que procesar y reformular la información al escribirla en lugar de limitarse a transcribirla.
En los niños, dicen que la diferencia aparece aún más clara. La escritura manual está íntimamente ligada al aprendizaje de la lectura. Al dibujar las letras, el cerebro activa redes semejantes a las que se emplean al reconocerlas en un texto. Es como si, al escribir, el cerebro aprendiera también a leer. Además, es un gimnasio natural para la motricidad fina, el área cerebral que controla los movimientos voluntarios precisos madura hasta alrededor de los diez años, y escribir a mano lo entrena de manera decisiva.
Por eso, más allá de discutir si hay que enseñar o no la caligrafía cursiva, lo esencial es mantener la escritura manual en la escuela. Cambiar demasiado pronto el elemento de escritura manual por la pantalla puede tener un precio alto ya que algunos niños, por falta de práctica, acaban necesitando activar más áreas cerebrales y gastar más energía para escribir.
En los adultos, es cierto, teclear es más rápido. Pero esa rapidez tiene un coste, pues se observa que pensamos menos lo que escribimos. La mano que avanza sobre el papel obliga a seleccionar, sintetizar y conectar. La página invita además a organizar las ideas de manera visual: esquemas, flechas, márgenes, subrayados... recursos que rara vez aparecen cuando solo tecleamos. Muchos escritores sostienen que la cadencia del trazo acompasa las frases. Esa lentitud favorece concentración y claridad.
Para mí, escribir a mano tiene también un valor emocional. Un diario, una carta, una lista de ideas... me devuelven una relación más íntima con lo que pienso y siento. El gesto de escribir me ancla en lo que estoy viviendo en mi presente, reduce mi dispersión y, a veces, alivia la ansiedad. No es casual que muchas técnicas de autocuidado recomienden «escribir lo que te pasa».
Los dispositivos son útiles: ahorran tiempo, abren puertas, multiplican posibilidades. La clave es sumar, no sustituir. Los niños y jóvenes deben dominar el teclado, sí, pero sin perder el entrenamiento del «puño y letra». Mi pequeño mantra es escribir cada día un poco: un resumen de la lectura que llevo entre manos o una lista de ideas. Confieso, además, que me encanta subrayar los libros. Para algunos es un sacrilegio, para mí es una forma de diálogo: lápiz bien afilado, esquemas, flechas, recuadros...
Entrar en una papelería es para mí un placer adictivo. El olor a papel y a lápiz me electriza. Y aunque escribo mis artículos en el teclado, cuando preparo una charla o una intervención siempre recurro antes al papel: es allí donde concentro, ordeno y doy forma.
Escribir a mano no es nostalgia. Es neurociencia cotidiana al alcance de cualquiera. En los niños, fortalece el aprendizaje de la lectura, la motricidad y la atención. En los adultos, mejora la memoria, ordena el pensamiento y abre espacio a la creatividad y a la calma. El papel y el bolígrafo no compiten con la tecnología sino que la completan.
¿Recuerda cuándo fue la última vez que escribió de su puño y letra un texto largo?