Cada año, más o menos por estas fechas, alrededor del Día de Difuntos, con nuestras visitas a los cementerios en las jornadas anteriores, es cuando, tal vez, los vivos y los muertos estamos más cerca… En los pequeños pueblos, como el ‘mío’, son días especiales. ¿Habrán dispuesto un banco con respaldo en la capilla? En el cementerio se encuentra uno, además de con familiares, a vecinos y a conocidos, que te reconocen por la semblanza, aun sin haber intercambiado palabra alguna en el pasado, con los que permutas saludos y con los que, cada uno a su modo, se comparte la satisfacción de seguir vivos. Porque se trata de eso: de reafirmarnos en que la vida merece la pena ser vivida, en que no hay que desaprovechar los años que nos queden, y que, a la vista está, tendremos que cumplir el turno cuando nos llegue…
Como cada año, también me he acercado hasta el sacramental donde reposan los míos. Trato de decirles mentalmente algo a cada uno de ellos: a mis abuelos, a mis padres, a mis tíos. Son ya muchos, pero me sorprendo al comprobar cómo el afecto mantiene vivo y fresco el recuerdo individual de cada uno. Este año les he dicho lo mismo a todos, que la familia había aumentado con Itzel. Siempre acabo la larga visita con una reflexión existencial que me lleva a pensar en el paso inexorable del tiempo, en la levedad de la vida, y en que, por todo ello, no debemos desaprovechar un solo momento. Un consuelo: salgo más reconfortado que cuando entré.