Mirar el canalillo de su blusa con dos botones desabrochados era perderse por un precipicio de tentaciones y promesas por cumplir. Federico García Lorca fue un poeta que se perdió en Nueva York. Yo me perdí en un sitio más pequeño: un pinar de Cogolludo (Guadalajara) buscando esclatasangs. Llegó un momento en que todos los pinos me perecían iguales; recuerdo que me paré delante de una «pabrada» y alcancé a decirme ¡ostras tú!, juraría que a esta «pabrada» hoy la he visto ya tres veces. Soy también muy bueno perdiendo cualquier cosa. Tenía yo un plus de empatía hacia el Rey Emérito antes de que se coronase de emérito, empatía que he perdido por completo y no digo más porque no quiero perder la tranquilidad como Mariano Revilla por meter las narices en los asuntos del emérito.
Viendo por la tele alguno de esos «momentazos» de cuando a sus señorías les da por ver quién es el primero en saltarse el Octavo Mandamiento que nos bajó Moisés del Sinaí que nos apercibe de que no hay que dar falso testimonio ni mentir, ya ves tú qué cosas para que las cumpla un político. Si el debate va flojo, no es nada raro ver a una señoría con los ojos cerrados y la boca abierta poniendo la cara como debe ponerla una tortuga cuando tiene un orgasmo. A pesar de eso son debates que no me gusta perderme. No quiero perder la fe que me queda en la política ni en los políticos, por eso procuro que esa pérdida de confianza me dure poco. No quiero que el asunto se eternice como le pasó a los hijos de Israel que deben de figurar en la guía Guinness de los records del grupo de gente perdida durante más tiempo pues anduvieron 40 años dando vueltas por el desierto de Sinaí, que se dice pronto, y todo porque les daba vergüenza preguntar y tener que reconocer que se habían perdido, sin embargo hay cosas que es mejor que se pierdan. Hay cosas que no importa perderlas, es más, he conocido gente que habría bailado de alegría si hubiera perdido en un viaje por ahí a su suegra. Seguro que a Vivien Leigh cuando rodó «Lo que el viento se llevó» su personaje de Scarlett O’Hara, le habría encantado que Clark Gable hubiera perdido aquella halitosis de caballo que dicen que tenía. También la lio parda un tal Dédalo al construir para el rey Minos el laberinto del Minotauro o laberinto de Creta que a veces creo que tengo instalado en mi cabeza, sobre todo cuando me da por cruzar Valencia camino de Sanlúcar de Barrameda y al final no me queda otra que preguntarle al primer guardia que veo cómo se sale de esos cuidados, cómo se sale del laberinto de calles que, o bien son de dirección prohibida, o están cortadas por obras o la puñetera Dana las ha convertido en intransitables que mayormente es cuando uno se acuerda de Carlos Mazón.
Mire usted, debe de saber que eso de perder el tiempo es la puerta de entrada de estar matando el tiempo. Crimen feo donde los haya que no contempla como punible nuestro ordenamiento jurídico aunque lo cierto es que cuando estamos matando el tiempo estamos matando la materia de la que está hecha la vida. Por cierto, hablando de la vida, llevo casi toda la vida batiéndome en duelo contra la fragilidad de la memoria. No quiero perder los recuerdos de mi añorada Ciutadella, de ese estímulo sensorial del olor a formatjades recién sacadas del horno que impregnan sus calles por semana santa o el olor a coca de Sant Joan en el mes de junio o el aroma de una pierna de cordero en la vecindad de unas patatitas con unas briznas de azafrán. No quiero perder el calor de los abrazos de mi hija cuando viene a casa y me da un beso, es como una cálida brisa que me impregna el alma para el resto del día.
¿Por qué van perdiendo la memoria algunas personas? Eso es como dejarles el alma desnuda. ¿Por qué algunos políticos cuando alcanzan el poder pierden la dignidad? Cuando pasa eso el político debería de hacerse a un lado y dar paso a lo que le quede de ser humano y luego dimitir inmediatamente antes de causar daños irreparables.