La variedad multicolor de tiendas y establecimientos que identifican ciudades y pueblos de la Isla agoniza silenciosa en los núcleos urbanos de cada municipio, a medida que aumentan las franquicias y superficies de mayor tamaño.
Sufre el pequeño comercio insular la triple carga que lo desplaza hacia una posición residual, y complica su supervivencia a largo plazo. Es el triste resultado del irrefrenable progreso de la venta on line, y también de la falta de relevo generacional porque los jóvenes rehuyen una profesión que obliga a echar tiempo y esfuerzos sin mirar el reloj. A ambas realidades hay que sumar la fiscalidad que aguijonea los balances del comerciante medio y pequeño y la necesidad de invertir horas y más horas para atender la farragosa burocracia que exigen las normativas. Es por ello que gestorías y consultoras tienen una demanda de personal que se equipara con la de restauración en la época estival.
Atajar o, cuanto menos, reducir cualquiera de los tres condicionantes que abocan al cierre progresivo de las tiendas de toda la vida en los núcleos urbanos menorquines debería ser una cuestión prioritaria para todas las instituciones, especialmente para las más próximas, ayuntamientos y Consell, porque estos comercios marcan el pulso de un municipio, hacen ciudad, pueblo y barrio.
Hasta que se logre el trato diferenciado que reclaman, en relación a las grandes superficies, los establecimientos de proximidad deberían pugnar por encontrar un equilibrio entre la tradición y la innovación que atraiga de nuevo al vecindario dentro y fuera de la temporada estival.
Aprovechar la cercanía con la comunidad, ofrecer productos y servicios diferenciados adaptándose a las nuevas tecnologías, ajustando precios en la medida de lo posible, con la dificultad que supone, pueden ser caminos a recorrer para recuperar una base de clientela a muchos años vista, además de ofrecer competencia a los gigantes comerciales.