Tu muerte –un zarpazo- fue tu penúltima lección. En un momento dificilísimo de mi vida fuiste una de las pocas personas que me ayudó. Poquísimas. De tarde en tarde, me preguntabas un «cómo estás». Y querías verme para comprobar que lo por mí dicho se ajustaba a la realidad. Hace poco, poquísimo, te encontré junto a «7ª pagina». Me propusiste que tomáramos un café. Lo rehusé por apremiantes cosas imbéciles, las que no tienen alma: un recado, una visita a una entidad bancaria, un… Tenía prisa... ¿Sabes, Joana, lo que daría hoy por ese café, juntos?
Cuando acababa el curso, en mi última clase de Literatura, siempre les decía a mis alumnos lo mismo: me importa un carajo si sabéis o no en qué año nació Quevedo, pero si que os apliquéis el «carpe diem»... A saber: que disfrutéis de cada momento. Y añadías: sin perjudicaros ni perjudicar a nadie... La vida puede depender de un traspiés. No desaprovechéis oportunidades de amar pensando que mañana amanecerá. La vida puede escurrirse en un segundo. Lo que importa no es la vida, sino cómo ha sido vivida... Y, en eso, fuiste, Joana, magistral...
Un día me comentaste el contenido de tu testamento vital, ese en el que deseabas un funeral católico… Se cumplirá. Ahí estaré. Ahí estarás. Gracias por tanto. Tenemos un café pendiente. Y no dudes que lo tomaremos. ¡En una indescriptible cafetería! ¡La mejor!
He hablado de tu penúltima lección. Tu muerte dibuja otra, que tampoco será la última: todo se reduce a algo muy simple, a amar y llenar cada segundo de ese amor.
Hasta pronto...