Las sesiones parlamentarias actuales han sido objeto de muchas comparaciones, ninguna favorable. Me extraña que, a estas alturas, nunca se las haya comparado con una corrida de toros. Me atreveré a hacerlo, esperando que nadie imagine que pretendo denigrar con ello a un elemento de nuestro patrimonio cultural. Me permito dar unas pinceladas de lo que fueron en su día las corridas, en el supuesto de que alguno de los lectores, por su corta edad o por cuestión de principio, no haya asistido a ninguna.
Empecemos por las dos taquillas, «Sol» y «Sombra», situadas a la entrada. Conocedora tanto del curso exacto del Sol como del vigor de sus rayos, la empresa promotora vendía caras las entradas de Sombra, quedando las más baratas para los aficionados menos boyantes, que solían ser los más entendidos. Con los años, estos últimos convivieron con los turistas (que habían venido a España en busca del sol), que se distinguían de los nativos por unas viseras de cartón, sustitutos imperfectos de la boina y el pañuelo de cuatro nudos. Mientras, en las gradas de Sombra empezaban a aparecer los primeros lectores de Hemingway, en lugar de aquel Mr. Marshall que nunca llegó.
Había también una banda de música. Su director dejaba que la mano derecha, que empuñaba la batuta, pusiera orden entre los músicos, mientras con la cabeza, vuelta hacia la arena, seguía la corrida sin perder detalle: un prodigio de coordinación como no se ofrece en las mejores salas de conciertos del extranjero.
La corrida tenía tres protagonistas: el torero, el toro, y también, en el papel del coro de las tragedias griegas, encargada de juzgar el comportamiento de los otros dos, la afición: una multitud que, repartida por las gradas, entendía de toros. De su veredicto, expresado mediante aplausos o silbidos, dependía que el presidente de la corrida premiara la suerte del diestro o lo condenara a marcharse de vacío.
Nada de lo anterior tendría más que un interés arqueológico si no fuera porque, desde hace ya algunos años, nuestras sesiones parlamentarias presentan rasgos en común con las corridas de ayer.
Uno echa en falta muchas cosas: un buen pasodoble, a ser posible interpretado por la Unidad de Música de la Guardia Real, amenizaría las sesiones e imprimiría ritmo a las subidas y bajadas de sus señorías por las gradas. También se echa en falta un cierto nivel de retórica. También -y esta es para muchos una buena noticia- ha desaparecido el toro.
Pero sobreviven tres elementos esenciales: el Presidente -hoy Presidenta- de la Cámara; el diputado que en cada momento ocupa la tarima frente al micrófono, en el papel del torero; y la afición, que son sus señorías en sus escaños, hoy todos de Sombra. Verdad que su papel está muy mermado, porque mientras el aficionado taurino no obedecía órdenes de nadie, los diputados de cada grupo votan, aplauden o patalean a una señal de su jefe de filas, hasta el punto de que es posible imaginar sesiones con una docena de participantes reunidos en la actual cafetería, tras haber convertido el hemiciclo en un gimnasio. El resto de diputados podría votar desde su casa, equipados con un dispositivo de dos botones de colores distintos, separados entre sí por una distancia no menor de veinte centímetros.
En otro aspecto recuerdan las sesiones a las corridas. Así como ocurría que la afición se levantara en bloque a pedir la retirada de un toro defectuoso, así también ocurre, muy rara vez, que sus señorías se unan en aplauso silencioso, o en tácita reprobación, de un diputado que se estrena. Un observador atento puede ir leyendo el veredicto en los rostros de sus señorías. Bostezos, guiños, miradas furtivas a uno y otro lado, sonrisas o muecas, afirmaciones o negaciones de cabeza sustituyen a los silbidos de antaño, y en pocos minutos la suerte está echada: este vale…o no. La Presidencia no concederá al diestro el honor de una vuelta al ruedo, pero señorías y oyentes recordarán la intervención. Por desgracia, eso no ocurre casi nunca. Pensándolo bien…el toro ¿no seremos nosotros, los votantes?