Contrasta la luminosa riada de coches buscando una vía abierta para huir de Kiev y otras ciudades ucranianas, ante el ataque de Vladimir Putin, con la imagen de otras miles de personas que se han refugiado en las estaciones de metro del país tratando de sobrevivir al fuego aéreo ruso. Familias enteras han encontrado un hueco bajo tierra en el que resguardarse por un tiempo incierto de la amenaza. Los sótanos de las escuelas alejan a los niños del horror de esta guerra mientras sus padres y abuelos cargan con las pocas bolsas con las que han abandonado sus casas. En pequeños corros, unos 'conviven' junto a otros; los niños pintan, los mayores aspiran a dormir mientras la pesadilla les sobrevuela y los ancianos sostienen un gesto de incredulidad.
Algunos sentados en sillas y otros directamente en el suelo parecen esperar hoy que esto acabe más pronto que tarde. Pero la guerra avanza, Putin empuja hacia Kiev, donde se encuentra el presidente y su familia. Desde el Gobierno llaman a la población a prepararse, a protegerse y también a combatir si es necesario. Ucrania impone la ley marcial, llaman al ejército a parte de sus jóvenes hombres y alienta a sus ciudadanos a fabricar cócteles molotov para repeler la ofensiva.
Ahí abajo en los pasillos del suburbano todo es incierto, el miedo convive con retazos de la vida que cambió hace sólo unas horas, la que regalan los niños correteando de arriba para abajo, sus risas y la estampa romántica de una pareja de enamorados que no puede evitar la sonrisa en mitad de tal drama.
Decía el Ministerio de Defensa de Rusia que la ofensiva ordenada por Putin no incluiría objetivos civiles, pero las primeras veinticuatro horas de ataque han puesto en evidencia que, en el escenario actual, no valen promesas. Y que no hay guerra que no hiera, y que no hay guerra sin sangre sin víctimas ni destrucción. Millones de civiles huyen, millones de civiles se esconden, aferrados muchos a sus teléfonos móviles para saber qué está ocurriendo sin saber qué ocurrirá.