Es imposible. Fue lo primero que pensé al entrar en aquel pequeño recinto eclesiástico lleno de barro hasta los topes en el centro de Paiporta. Lodo. Muebles destrozados y hasta la imagen de un Cristo gigantesco que sobresalía entre los efectos de la tromba que asoló Valencia.
Buscábamos un lugar de reparto para que los vecinos tuvieran a mano alimentos, mascarillas y artículos de primera necesidad. La ubicación era inmejorable pero los infinitos restos marrones impedían meter allí el material. El olor del sudor y de aquel barro tóxico nos tenía mareados. ¿Pero para qué estábamos allí entonces? Salimos a respirar y miramos alrededor.
Los ‘paiportins’ nos inspiraron en cuestión de segundos. La chica que curaba cortes en la calle a sus vecinos. La señora que pedía botas desde el balcón para poder bajar y ayudar a los suyos. No necesitamos más. Armados con palas, cubos y cepillos, iniciamos aquella pequeña y aparentemente insignificante misión.
En tres horas, el barro seguía en el mismo lugar. Diluido. Pero allí. Volvía una y otra vez, limpiaras cuanto limpiaras. Agua transparente, agua marrón. Cubo tras cubo. Hasta el infinito. Aquel recinto volvió a la vida y con él, nuestra propia esperanza. A partir de aquel instante, nos daría igual si el lodo volvía, siempre que quedara alguien con un cepillo y el corazón en la mano.