Pues yo esta noche iré con Tahití a muerte. No porque de golpe haya brotado en mí un espíritu contra la patria, al menos la futbolística, sino porque la diferencia de nivel, a priori, es tal que me veo en la obligación.
Ojalá los tahitianos regalen al fútbol una de esas maravillosas historias que se recuerdan melancólicamente con el paso de los años, a la que el aficionado acude cada vez que se da cuenta de que este bendito deporte está tremendamente lejos de ser lo que era. Como aquella Grecia de la Eurocopa de 2004 que llegó al torneo sin haber ganado nunca un partido en una cita de gran importancia y entonces conquistó el título.
Porque si hoy Tahití vence, o España pierde -lee entre líneas, amigo lector- miles de niños en ese pequeño país querrán ser futbolistas y llegar a la selección. Habrá ganado, ante todo, el fútbol. Quizás mañana será festivo en ese país que ni tu, ni yo sabemos ubicar en un mapa, pero que en caso de imponerse se convertirá de golpe y porrazo en algo así como aquella pequeña aldea donde un pequeño grupo de galos resistían el asedio de los romanos.
Sucede a veces que lo correcto, sencillamente, no es lo que toca. Pero es lo que merece la pena. Jamás fue tan fácil hacer felices a tantas personas. ¿Qué hay de malo en perder hoy?