Juan era un hombre corriente, sencillo y de placeres discretos que vivía en una pequeña aldea. Un día, cansado de trabajar de sol a sol para poder mantener la explotación agropecuaria que había heredado de su padre, y éste del suyo, decidió ir hasta la ciudad más cercana para entrar en una agencia de viajes y comprarse lo que iban a ser sus primeras vacaciones. Preparó con esmero la partida y en la aldea se organizaron para cuidar de sus animales y pastos.
Cuando Juan aterrizó en esa capital africana, una chica encantadora le esperaba con un cartel, tras él otros viajeros intrépidos fueron uniéndose al grupo de la chica encantadora que les acompañó hasta el hotel en el cual iban a pasar la primera noche. El paquete vacacional incluía excursiones y visitas guiadas, así que a la mañana siguiente partieron hacía el sur en busca de una tribu, casi primitiva, que vivía como lo hacían las tribus africanas de las películas en blanco y negro.
Todo estaba preparado para llegada de los blancos, los negros vestían sus mejores galas y repetían con esmero los rituales de sus ancestros para que los visitantes pudieran sacar algunas fotografías. Con un poco de suerte venderían algunas figuritas de ébano y alguna de sus bonitas telas. Fue mientras estaban visitando el bosque de baobabs que a Juan el destino, la casualidad o el azar, o todos a la vez, le jugaron lo que parecía una buena pasada. A Juan se le cayó un niño encima. Sí, un niño que, asustado con la llegada de tanta gente descolorida, se subió a uno de los baobabs para esconderse entre sus ramas, pero con el sudor que propinaba el tórrido sol de mediodía, resbaló. El niño tuvo suerte, Juan en ese momento pasaba por debajo del árbol y sirvió de amortiguador de la caída. Después todo pasó tan rápido que a Juan sólo le quedan algunos recuerdos borrosos de gente, música y color, y la última fotografía, en la que se ve al jefe de la tribu obsequiándolo con una hermosa gallina.
Al llegar a la aldea, Juan fue objeto de burla durante días: A quién se le ocurre volver de África con una gallina –repetían sin cesar. Una mañana, al recoger los huevos, encontró uno de oro. Lo guardó incrédulo, pero un mes más tarde encontró otro, y así mes tras mes. Con el tiempo fueron llegando los excesos, se descubrió su secreto, un hijo de vecino se chivó a la prensa local, la noticia llegó a la prensa nacional, y más tarde a la internacional.
Se desplazaron hasta la aldea científicos, y empresarios, y banqueros, y sus familias, y guardias de seguridad armados hasta las cejas. A la pobre gallina le hicieron todo tipo de pruebas, le suministraron hormonas y medicamentos, hasta que consiguieron que produjera un huevo de oro diario. Al pobre Juan, le construyeron una fortaleza para que pudiera vivir tranquilo con su riqueza. La aldea acabó convirtiéndose en una ciudad, incluso construyeron una autopista porque así, decían, el trasporte del oro era más seguro. A Juan lo invitaban a cenas y banquetes, le reían sus bromas, le prestaban a sus mujeres y le conquistaban para obtener sus favores… y así pasaron los años y las décadas.
Un día la gallina no puso el huevo, y al día siguiente tampoco, ni al siguiente, y a Juan le llegó la primera carta del banco. No fue su amigo, el director de la entidad, quien le comunicó que estaba al borde de la quiebra, sino que fue una carta, impersonal y fría. Los científicos se fueron marchando, y sus familias, y los guardias de seguridad, y sus familias, los comercios tuvieron que cerrar porque ya nadie entraba a comprar, también cerraron los bares, porque los comerciantes no tenían dinero para gastar en la barra del bar, y, finalmente, sólo quedaron en la ciudad los antiguos aldeanos, ahora convertidos en ciudadanos, sin animales, ni pastos, ni cosechas.
La ira estalló en el corazón de Juan, cogió el tractor que había guardado como reliquia de una vida pasada y derrumbó la fortaleza y los edificios, hasta que acabó destruyéndolo todo. Los ciudadanos lo miraban asombrados, mientras se iban convirtiendo otra vez en aldeanos. Pasaron los meses, y la hierba ganó terreno al cemento, más tarde volvieron los pastos, y los animales, y las cosechas, y casi todo volvió a ser como antes. La gallina vivía con las demás gallinas, tranquila.
Un día Juan encontró un huevo de oro. Pasó toda la noche en vela, la tentación era fuerte, pero, sin decirle nada a nadie, cogió a la gallina y se fue.
En el aeropuerto no había ni chica encantadora, ni autobús esperando y como pudo contrató un servicio de trasporte que le llevó a la tribu, casi primitiva, que con tan peculiar animal le había obsequiado. Al llegar nadie llevaba sus mejores galas, no había música, ni figuritas de ébano. Sus habitantes, desde que la gallina se fue y una parte importante de su riqueza desapareció, ya no tenían tiempo para dedicarse ni a la artesanía ni a sus rituales ancestrales; desde la partida de tan áureo animal se veían obligados a invertir todos sus esfuerzos en proveerse del alimento necesario para dar de comer a sus familias. Juan devolvió la gallina a su gente, volvió a casa y por primera vez en muchos años, en muchas décadas, durmió tranquilo durante toda la noche.