C uando el médico abandonó la habitación afirmó que P. estaba completamente recuperada. Al cerrarse la puerta permaneció un largo rato mirando el blíster repleto de las pastillitas azules que según el galeno ayudarían a paliar las secuelas psicológicas que no habían desaparecido al mismo ritmo que las lesiones físicas provocadas por el accidente.
El plástico transparente que preservaba los comprimidos abrazaba el visado que necesitaba para entrar en el territorio prohibido, pero el sueño eterno no podía ser la única solución. No porque no lo deseara -o porque le diera miedo el hecho de desaparecer para siempre-, simplemente porque las consecuencias podían herir a sus seres más queridos.
Recordaba con cariño los años pasados en su pueblo natal situado al este de cualquier lugar. Allí creció feliz entre los pastos, las vacas, los cerdos, las gallinas y las ovejas; sin mucho que hacer y sin mucho que comer. Fue al colegio, y después al instituto, hasta que finalmente la mandaron a la universidad donde estudió magisterio. Encontró un trabajo y un marido, y tuvieron dos hijos, que también fueron al colegio y al instituto.
El marido entró en una espiral de desesperación de la que no podía salir a pesar de los esfuerzos de P. por hacerle ver que llegarían tiempos mejores, que el país estaba atravesando un mal momento, que nada era o podía ser eterno y que debían tener esperanza. Su amado sucumbió, abandonó y la abandonó para perderse en la oscuridad más profunda de una ciudad abatida.
Ella, con dos hijos a punto de llegar a la edad universitaria, tomó las riendas con más gloria que pena y decidió partir a un país situado al oeste de su hogar animada por la oferta de trabajar como camarera en un hotel en la costa. Si conseguía gastar muy poco, cosa a la cual ella ya estaba avezada, podría pagar los estudios a sus queridísimos retoños. Y así lo hizo, partió.
Y ahora estaba allí, al oeste de su familia, sentada en esa pequeña habitación esperando que la noche no diera paso al día. En cuanto eso ocurriera todo volvería a ser como antes del accidente. Trató de dormir, pero le resultó difícil conciliar el sueño y descartó la opción de tomarse una de esas píldoras que teóricamente la conducirían al olvido. No quería olvidar. Olvidar esos golpes, olvidar esas invasiones dolorosas, olvidar esas palabras de humillación era perdonar, y ella no quería perdonar.
Amaneció, P. se puso bajo el agua de la ducha y enjabonó cada parte de su cuerpo como si tratara de borrar algo. Sonó el teléfono, tres veces, era la señal maldita: tres minutos para arreglarse. Se vistió y cuando ante el espejo la brocha del maquillaje le rozó la mejilla se le escapó una sonrisa. Toni, al despedirse, siempre le acariciaba esa parte de su rostro. Toni era un cliente poco habitual, sólo quería hablar. Cuando P. había sufrido algún accidente, Toni permanecía en silencio toda la tarde condenando con su mirada aquellos restos de dolor que afloraban en la bonita piel de esa mujer. Solía pagar la tarde entera, era amable, le contaba chistes y la hacía reír, y nunca le pidió nada a cambio. P. había intentado explicarle su forzosa situación, pero él no la quería escuchar, le ponía el dedo sobre los labios y la hacía callar. Sonó el teléfono, una vez, tenía que bajar.
Al salir del ascensor encontró a R., era demasiado temprano para que él estuviera ahí, seguro que pasaba algo. R. le explicó que alguien había pedido tenerla todo el día. Alguien importante, a quien debía complacer y con quien no podían tener problemas. Hacía mucho tiempo que P. no quería tener problemas.
El hombre importante daba asco, la miró y la cogió del brazo tan fuerte que le hizo daño. Mientras salían por la puerta P. sabía que muchas mujeres habían cruzado ese portal acompañadas de hombres importantes y no habían vuelto nunca más. Los hombres importantes pagan mucho dinero para poder satisfacer sus ansias perturbadas.
El silencio en el interior del coche del hombre importante era insoportable. Después de casi una hora de camino, en silencio, el coche paró delante de una fábrica abandonada. P. temblaba. Salieron del coche, el hombre importante la empujó y entraron en la fábrica. Al fondo de la nave vio a otro hombre, tres sillas y una cámara. Se acercaron.
Al llegar reconoció al hombre que estaba sentado en la penumbra. Era Toni, le explicó que eran policías, que sólo querían ayudarla y ayudar a las demás mujeres, sería un proceso lento y debían tener mucho cuidado, sobre todo ella. Le preguntaron si quería colaborar y ella contestó afirmativamente sin vacilar.
Un tiempo después mientras Paula leía el titular que anunciaba que se había desarticulado una red de tráfico de mujeres las lágrimas inundaron sus ojos. Algunas contenidas durante años no pudieron evitar liberarse ante la noticia, otras borbotaron al pensar en todas aquellas mujeres que ese día, y al siguiente, y al siguiente también, seguirían en contra de su voluntad entregando su cuerpo bajo la atenta mirada de la amenaza.