Nadie lo comprende. Nadie entiende qué ocurrió aquella tarde. Él llevaba un pantalón vaquero, chubasquero rojo y zapatillas blancas. Fue como por arte de magia: desapareció en el agua. Echó a caminar hacia la orilla, dicen algunos que a mirarse en el borde, como el que espera con impaciencia la venida de la muerte en esa costura de espuma que el mar forma con la playa. No es de extrañar que eso sucediera, pero él sabía que los vencejos no dominan la gramática y que el largo cuello de los cisnes nada tiene que ver con la Vía Láctea. No ignoraba que los vendavales de querubes estuvieran compinchados para formar galernas infernales, que las atarazanas de Jasón no se hallaran atestadas de argonautas o que las tubas y cornamusas entonaran salmos para la discordia en las alcobas celestiales. Es verdad, todo eso ya lo tenía en la cabeza mientras dejaba su indeleble rastro en las miradas de la gente. Todo lo tenía aprendido y tras encontrar moribundo en un charco de lágrimas el último pez azul que su alma imaginaba, echó a nadar hacia la dársena que llaman de los hombres dormidos, se ungió de escamas y, al marcharse, llamaba a gritos a las sirenas por sus nombres y a los abismos sumergidos, con escurridizas burbujas de plata.
Culture Club
El hombre pez
Eduardo Rico |