Es raro lo que me pasa: con mayor frecuencia de la que quisiera me sorprendo a mí mismo andando por calles que no reconozco, y veo avenidas que no transité jamás, en las fachadas membretes que nunca leí y sé que estoy en una ciudad que no conozco. Y hasta hay días en que me extravío en ese enredo desmemoriado del callejero de la ignorancia. Estoy cansado… Cuando esto me ocurre —y por fin me encuentro— vuelvo con desasosiego a casa, entro por la puerta y digo, como con miedo, "¡Hola!" y ahí es cuando aparece mi mujer hecha un basilisco y me increpa por creer que me he ido con otra o cualquieraffairedescabellado que me imputa. Como es natural, yo me disculpo y le digo que he estado perdido, pero no sirve de nada: se cree que finjo. No sé a qué se debe este dislate o a qué resortes obedece. Ella se empeña en llamarme Eduardo —es un puro disparate— cuando yo sé, a ciencia cierta, que me llamo Jaime; otras veces, David o Ramiro y, algunas, Mario…
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El espía
Eduardo Rico |