Antiguas máquinas de fumigación para desinfectar ropa y barcos, botes y porcelana de farmacia, piezas de vajilla de La Cartuja de Sevilla, un electrocardiógrafo basado en el galvanómetro a cuerda de Einthoven y la réplica de la barca en la que se trasladó la reina Isabel II para visitar La Mola en 1860. Estos y otros objetos singulares pudieron ser contemplados ayer en el museo y salón de congresos del Lazareto de Maó por unos turistas que no dejaron de mostrarse sorprendidos por las maravillas que encierra este recinto, situado en el islote próximo a la bocana del puerto.
El Lazareto recibió a un grupo de 56 personas en la primera excursión guiada de esta temporada turística. La oferta cultural está disponible cada domingo por la mañana gracias al acuerdo alcanzado entre la Fundació Destí, del Consell insular, y el Ministerio de Sanidad, titular del complejo y que mantiene una plantilla de doce personas encargadas de su mantenimiento y vigilancia.
Las visitas han comenzado con un mes de retraso con respecto a lo previsto inicialmente pero este año más turistas y menorquines podrán disfrutar del Lazareto gracias a la mayor capacidad que ofrecen las golondrinas de la empresa Yellow Catamarans, que se encarga del transporte desde el muelle de Ponent, frente al parque Rochina. Es el tercer verano que se realizan las visitas al conjunto arquitectónico, Bien de Interés Cultural desde 1993, y el segundo en el que dicho recorrido se hace sin que los edificios tengan un uso vacacional por parte de los funcionarios del Ministerio de Sanidad.
Los ciudadanos tienen acceso ahora a una edificación singular, cuyo objetivo era prevenir la transmisión de enfermedades infecciosas, y cuya construcción fue ordenada por el conde de Floridablanca, bajo reinado de Carlos III, en 1793. El Lazareto de Maó entró en funcionamiento en 1817 y durante un siglo estuvo operativo para frenar el contagio de enfermedades tan terribles como la peste, la lepra, el cólera y la fiebre amarilla, aunque tal y como explicó la guía, Anne-Marie Espinasse, no constan documentadas muertes a causa de la lepra y la peste en la instalación del puerto de Maó. El año 1820 se produjo una de las epidemias más graves de fiebre amarilla, con el contagio de 200 personas y 121 fallecimientos. El espacio en el Lazareto se quedó pequeño y hubo que recurrir al hospital militar de la Illa del Rei.
Pero en realidad, y pese a este episodio dramático y lo lúgubre de algunas partes del complejo -muros de siete metros en la parte no reformada, entradas separadas a cada departamento, locutorios en la patente apestada con un pequeño foso en medio, que se llenaba de agua con vinagre para evitar que el enfermo contagiara a las personas que lo pudieran visitar-, el Lazareto "cumplió con éxito su función", recalcó la guía ante el grupo, ya que en los ciento dos años que estuvo en uso se produjeron en sus habitaciones 386 muertes. Cifra que hay que enmarcar en las condiciones sanitarias de la época. Los métodos empleados en el Lazareto de Maó eran el aireamiento de las mercancías de barcos que llegaban de zonas con una epidemia declarada o con enfermos a bordo; la fumigación de ropas y personas (12 segundos los niños, 16 los adultos y 20 segundos los más corpulentos); y el total aislamiento durante un tiempo, entre 20 y 40 días, según el nivel de peligro.
Otro dato curioso para el turista cultural: España centró su tráfico marítimo y comercial con América hasta el siglo XVIII, por lo que la construcción de lazaretos fue tardía, ya que la larga travesía del Atlántico actuaba como eficaz cuarentena. La paz con Argelia, en 1786, cambió la situación, ya que se intensificó el tráfico con el norte de África, zona donde la peste era endémica.