El obispo Salvador Giménez compareció ayer a mediodía, acompañado por gran parte de la curia menorquina, para despedirse de todos los menorquines, «no solo católicos», que «tan bien me han acogido» en estos últimos siete años, desde que aterrizara en la Isla a finales de septiembre de 2008.
Declara su agradecimiento a la sociedad menorquina de la que «me he sentido muy querido», con «constantes muestras de afecto y comprensión» y «nunca de rechazo». Giménez asegura que «el mejor recuerdo que me llevo es el de las personas, mucho más que de las cosas», ya que «lo más importante son las personas». Mucho más que «las calas y las playas de Menorca, sus mares y sus verdes campos, más que sus famosos atardeceres y las salidas diarias de sol, más que sus fiestas y costumbres, más que sus monumentos prehistóricos». Se queda así con «el rostro de tantos amigos y conocidos que trabajan cada día para tirar adelante con su familia», asegura en su carta de despedida que se puede leer de forma íntegra en las páginas de Opinión de la edición de hoy de este diario.
Además de la gratitud, también se ve con la obligación de pedir perdón «por las flaquezas, olvidos y por las incoherencias», así como a aquellos que «no me han encontrado disponible o por no saber transmitir la proximidad, la comprensión y la ternura de Jesucristo y de su Iglesia».
Giménez Valls confiesa que se dirige a un destino «desconocido» y agradece al papa Francisco que haya confiado en él para regir los destinos de la iglesia de Lleida, que cuenta con «una larga historia y una tradición singular», asegura en otra carta, dirigida a sus nuevos diocesanos, y en la que se presenta y manifiesta que viene de Menorca «cargado de ilusión y gratitud por todo lo que he aprendido y me ha enseñado esta comunidad».