De espíritu y corazón abierto, Miriam nunca ha tenido problema en adaptarse a la vida lejos de su Holanda natal. Tras una etapa intermitente en la Isla, adonde llegó por primera vez en el invierno de 1995, y después de pasar por Ecuador, Brasil y Madrid, sintió la llamada definitiva de Menorca, ese lugar donde reside, encantada de la vida, desde hace cinco años.
¿Cómo fue que Menorca apareció en sus planes de vida?
— Recuerdo que tenía 19 años, y como todos los jóvenes con esa edad pues no sabes muy bien qué tienes que hacer con la vida. Fue entonces cuando en el Inem de Holanda vi un anuncio en el que buscaban animadores para España. Y éste es un país que a mí me chiflaba...
¿Ya lo conocía?
— Sí, viajaba cada año con mi familia... A los seis años fui por primera vez a Ibiza, luego a Mallorca; me gustaban las islas, pero Menorca no la conocía. Así que hice un curso de tres meses en el grupo Meliá y después me destinaron al Sol Falcó, en Cala en Bosch. Pero he de decir que en Holanda yo ya tenía un grupo de música; el tema de la animación me gustaba mucho, me agrada trabajar con personas y ser relaciones públicas, pero lo de subirme a un escenario a cantar me gustaba todavía más. Así que al año siguiente de mi llegada, después de haber regresado después de la temporada a mi país, busqué músicos y me lancé a cantar en hoteles.
¿Cómo fue la experiencia?
— Muy buena, actué con mucha gente y formé parte del Trío Oasis, que entonces era muy conocido y habitual en las fiestas de pueblos, bodas y hoteles. Fue una época fantástica, para mí todo era algo muy nuevo. Cuando llegué no hablaba nada de castellano ni menorquín, pero al trabajar comencé a aprender los idiomas, incluso a cantar las canciones que más gustaban a la gente de aquí. Cantar para mí es algo maravilloso, cuando lo haces y a la gente no le gusta, simplemente se van, pero sobre los que se quedan hay que decir que son muy agradecidos.
¿Qué tipo de música cantaba?
— Un poco temas de discoteca de los años 80, pero también boleros, todo era muy diferente, dependiendo de si era un hotel o una boda, por ejemplo. Lo de cantar me viene de toda la vida, ya en Holanda formaba parte de una banda en la que interpretábamos temas de soul y funk. Fue una época muy buena, tengo un gran recuerdo, era muy jovencita, era como la hermana pequeña del grupo (risas). Y hice muchas amistades gracias a trabajar como cantante.
Tras la primera temporada en Menorca, su relación con la Isla ha sido un tanto intermitente...
— Sí. En 1997 conocí a mi marido, que es de Ferreries, y comencé a vivir entre Menorca y Barcelona, que era donde él estudiaba. Nos conocimos cuando trabaja de camarero y yo cantaba. Un par de años después tuvimos que elegir, y comenzamos lo que fue un viaje bastante largo por Sudamérica ya que a él le dieron una beca en Ecuador. Allí estuvimos un año, y fue un poco duro.
¿Por qué?
— Pues porque yo soy holandesa y necesito agua (risas). Necesito tener el mar cerca. Pero con el paso del tiempo he aprendido que a todos los sitios a los que vas tienes que intentar formar parte de la vida, de aquello que mueve a la gente de cada país, y si tú haces eso, entonces las personas también te aceptan. Eso hace que cada sitio al que vayas sea una experiencia diferente, única, pero en la que realmente coges la esencia de los que es ese lugar.
¿Siguiente destino?
— Pues pasamos por España de nuevo, donde estuvimos medio año, en Menorca, y después rumbo a a Río de Janeiro, por el trabajo de mi marido. Fue una experiencia muy buena. De todos los sitios me llevo recuerdos superbuenos y grandes amigos. En todos los lugares en los que he vivido me han dado algo y yo he dejado algo.
Y en Menorca, ¿qué le han dado y qué ha dejado?
— Con Menorca ocurre una cosa muy curiosa, siempre dicen de la Isla que o te rechaza o te adopta. Para mí es un sitio que es muy mágico. Un lugar radicalmente opuesto en verano y en invierno, pero también necesitamos el invierno para cuestiones como la creatividad.
De alguna forma es la época en la que todo se regenera...
— Sí, además en invierno aquí todo es muy acogedor y la vida es muy sana, disfrutas mucho del campo, del aire limpio... Y eso es algo que mucha gente tal vez no lo ve, pero que para mí es importante. Fue por ello que después de tener a nuestro primer hijo me dije a mí misma que necesitaba volver a Menorca. Menorca siempre ha sido mi casa adoptiva.
¿Fue fácil el proceso de adaptación a la Isla?
— Sí que lo fue. En 1995 el turismo no era como es ahora. Pero adaptarse depende también de lo que cada uno quiere dar. Todo es dar y recibir. En Brasil llegó un momento en el que llegamos a la conclusión de que teníamos que cambiar por cuestiones familiares, pero por diferentes razones no era posible volver a Menorca, así que también pasamos por Madrid. Pero en el fondo Menorca seguía tirando y tirando. Al final nos instalamos aquí de forma definitiva en 2012.
¿Es el destino definitivo?
— Sí, después de haber dado tantas vueltas. Ahora los niños son pequeños, y ellos son tan felices aquí... Menorca no es mi país de nacimiento, pero sí es mi país de adopción. Como dicen en inglés, «la hierba es más verde al otro lado de la colina». Necesitas muchas experiencias para darte cuenta de que cada etapa de tu vida necesita una cosa distinta, y Menorca ahora es el sitio ideal. Ahora me siento menorquina.
¿Y su país de origen?
— Ahora no creo que pudiera volver a vivir all, es mí país de nacimiento, pero llevo media vida fuera de allí. No suelo ir muy a menudo, una vez al año más o menos, además ahora mi madre también vive aquí desde hace dos años. Ella también se enamoró de la Isla, aunque a su edad la adaptación es un poco más difícil, seguramente por los idiomas. Pero ella está muy bien, la vida es más fácil aquí.
¿Qué es lo que más le gusta de Menorca?
— … La sencillez.
¿Y lo que menos?
— La insularidad. Aunque creo que Menorca es como es precisamente por eso, por lo que también tiene su parte buena. Es como una especie de protección.
¿Qué es lo que más echa de menos de su país?
— Las chuches (risas).
¿Tan diferentes son a las de aquí?
— Sí, tenemos chuches salados y mucha variedad de regalices, aunque, evidentemente, lo que más se echa de menos es la familia. Después de muchos años fuera me doy cuenta de un error que cometen las personas al llegar a otra país, que es idealizar el suyo. Cada sitio es diferente, y nunca hay que criticar las cosas. Simplemente son diferentes, y lo son por una razón, y esa razón la tienes que buscar. No es bueno seguir agarrándote a lo que echas de menos. Entonces, ¿para qué te vas?
Sin embargo, quizás tiendan a idealizar más su país las personas que se ven forzadas a emigrar, ¿no cree?
— Todo el mundo lo idealiza, y creo que ahí está la diferencia entre las personas que vuelven a su casa y las que siempre mantienen el corazón abierto para conocer cosas nuevas.
¿Y usted sigue con el corazón abierto?
— Yo sí. Siempre quise ver otras cosas. Creo que es algo que les sucede mucho a los holandeses, como es un país tan pequeño y rodeado por países que hablan otros idiomas y tienen otras costumbres, nos gusta conocer.
¿Sigue de cerca la actualidad de su país?
Sí, leo cada día la prensa holandesa, pero también la española y la menorquina.
Su integración ha sido fácil por que ha participado mucho de la vida social, especialmente a través de la Protectora de Animales de Ciutadella.
— Cuando llegué en 1995 vivía en Cala en Bosc, y en aquella época había muchos gatos callejeros en la urbanización, y en invierno estaban medio muertos de hambre. Y por ello fue que siempre pensé que me gustaría hacer algo por los animales, y hace cinco años me puse a colaborar con la entidad. Es un trabajo muy gratificante. Ayudo en la organización de ferias, solucionar temas vecinales, tramitar las adopciones de los gatos, aunque hay mucho que mejorar aún.
Como por ejemplo...
— La concienciación de las personas. En Menorca es una situación complicada, porque al haber mucho campo es más difícil de controlar la natalidad de los gatos. En las urbanizaciones está mejor, el problema está más en la zona de huertos y campo alrededor de los núcleos urbanos.
¿Cómo resumiría su experiencia menorquina?
— Es un sitio en el que me he encontrado a mí misma. En cada sitio que visitas necesitas al menos dos años para acostumbrarte a ese lugar. Y cuando llegas aquí sola, al principio el invierno es largo. Pero todo ha cambiado mucho, ahora hay más vida en invierno, más cosas que hacer. Es un tiempo perfecto para conocerse a uno mismo y pensar lo que realmente quieres.
Y en ese sentido, ¿en qué plano queda ahora la música?
— Echo de menos el escenario, y a veces cuando me encuentro a viejos compañeros hablamos de juntarnos y hacer algo. Tenemos ese gusanillo, pero es una etapa cerrada.
¿Tiene algún rincón favorito en la Isla?
— El barranco de Algendar; creo que allí toda la magia se junta.