El viajero es...
— Antonio Vivó de Salort (Ciutadella, 1950) junto con su mujer, Mimida
Profesión
— Arquitecto
Vive en...
— Su ciudad natal, Ciutadella
¿Qué motiva sus viajes?
— «Busco ver modos de vida diferentes, ni mejores ni peores»
Otros países visitados:
— Empezó a viajar muy joven, por circunstancias familiares. Conoce buena parte de África, Asia y América y por descontado Europa; le queda pendiente Australia y no lo descarta. En su larga lista de países visitados (Yemen, México, Rusia, Senegal, Cuba, EEUU, Sudáfrica, Mongolia, India o China entre otros) se aprecian repeticiones a los destinos que más le han gustado. Marruecos ostenta el récord, lo ha visitado en cinco ocasiones e India tres veces, incluida Cachemira.
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Le gusta recordar que prácticamente aprendió a caminar con sus pies sobre la cubierta de un barco, ya que contaba solo nueve meses de edad cuando realizó la travesía Génova-El Cairo. A sus progenitores les encantaba viajar y tenían en aquella época intereses en Egipto, lo que hizo que él repartiera su primera infancia entre España y el país de las pirámides hasta que cumplió los cinco años de edad.
Sus padres le guiaron en sus primeros pasos por el norte de África y de aquella muy temprana experiencia guarda en su memoria algunos flashes. Ahora viaja acompañado de su mujer, Mimida, en ocasiones lo hacen solos, otras veces junto a sus hijos, Siscu y Carolina -y quieren poder hacerlo pronto también con sus nietos-, o con amigos. De hecho, la estancia por motivos laborales de su hijo hace unos años en Ciudad del Cabo le dio la oportunidad de recorrer el sur del continente africano. «Desde Sudáfrica hay mucho margen para conocer Mozambique, Zambia, Bostwana o Namibia, entre semana, cuando él trabajaba, nosotros nos dedicábamos a viajar», explica.
La última gran escapada de este arquitecto de Ciutadella ha sido a finales de 2017 y a un destino poco habitual, el reino budista de Bután, uno de los que lidera los rankings internacionales de felicidad de sus habitantes, situado en la cordillera del Himalaya, entre China e India, de una gran belleza natural. El viajero menorquín corrobora la descripción que realizan las guías de este país asiático, «se respira paz y tranquilidad», afirma. Después de India (la de finales del siglo pasado, no la actual, matiza), y en concreto la conflictiva región de Cachemira, que pudo conocer en 1986, Bután ha sido uno de los países que más le ha atraído.
Ha cumplido en esta pequeña Suiza asiática uno de los objetivos prioritarios de sus viajes fuera de Menorca: «Yo busco ver cosas diferentes que no se pueden ver aquí, modos de vida distintos, ni mejores ni peores, creo que no hay que entrar en esa discusión porque son otras varas de medir», señala.
Con una población inferior a 800.000 habitantes, Bután comenzó a abrirse al turismo ya entrados los años 70, permanece bastante inalterado y suele venderse en la publicidad como el paraíso Shangri-La, el lugar utópico de la ficción del escritor británico James Hilton en su obra «Horizontes perdidos».
Un estricto control de visados y el elevado precio que paga cada turista para recorrer el país contribuyen sin duda a que Bután permanezca como un destino exclusivo.
Es un régimen monárquico (gobierna el rey dragón Jigme Khesar Namgyel Wangchuck, a punto de cumplir tan solo 38 años) «ahora es una monarquía parlamentaria y el rey actual está modernizando el país, yo creo que por el buen camino. La escuela es gratuita y hay escuelas en todas partes, todos los niños están escolarizados, aunque vivan en el pico de una montaña, y la sanidad también es totalmente gratuita», explica Vivó, «pregunté cuáles eran los principales ingresos del país y me dijeron que exportan agricultura y también electricidad generada en presas a la India, y luego está el turismo, que hay poco pero paga mucho».
Turismo controlado
Bután ha establecido un sistema muy exclusivo para limitar el turismo, y no solo consiste en un estricto control de visados sino que además cada turista, para contar con ese permiso de entrada, paga una cantidad bastante elevada que, eso sí, incluye los servicios de un guía, un profesional muy necesario para moverse y conocer el país, recalca el viajero menorquín. «Y los guías están muy preparados, el nuestro había estudiado en Suiza y hablaba francés perfectamente», detalla Vivó.
Sobre la tasa turística que establece -y con la que se financia-, el gobierno de Bután, Vivó confirma que son 250 dólares al día y por persona «solo por entrar y estar ahí»; a esa cifra hay que sumar el pago del viaje en sí (en este caso, el vuelo de Madrid al aeropuerto de Paro, en Bután, con escala en Delhi), la estancia en el hotel, las comidas y las excursiones que se realicen. Así que la cifra de turistas se mueve en torno a los 120.000 al año, cuando en Balears se pasó de los 15 millones en 2016.
«Es un turismo de gente que va a practicar trekking, de naturaleza, se trata de un lugar muy seguro y tranquilo, la gente es muy amable, físicamente parecidos a los tibetanos, y siempre te mueves con el guía, es una manera también de crear puestos de trabajo, claro».
Bután es un país «que merece la pena conocer», declara, y que está en plena evolución, «la electrificación llega ya a cualquier pequeña casita en el monte, y se nota una preocupación por parte del gobierno para que la sociedad tenga un cierto bienestar y confort».
Pero una de las primeras impresiones que sacude al viajero se produce antes incluso de tomar tierra. «La entrada por el aire es espectacular, con el avión, un Airbus 319 como los que van de aquí a Barcelona, tumbando para aterrizar entre las montañas», recuerda. De hecho Paro es conocido como uno de los aeropuertos internacionales más complicados del mundo, situado a dos mil metros de altura en un valle rodeado de picos de hasta 5.000 metros y en el que las aproximaciones son solo visuales; no todos los pilotos están capacitados para operar en la puerta de entrada a este peculiar país, por lo que no es extraño que, ya desde el aire, el destino cautive al viajero.
Doce días en Bután fueron suficientes para que el matrimonio recorriera en coche el país y disfrutara de un norte agreste, entre puertos de montaña, y un sur de valles. Por su profesión, Vivó se fijó en las construcciones, más allá de los típicos templos y monumentos de obligada visita. «La arquitectura me gustó mucho, las casas y pueblos son muy bonitos, me llamó la atención que las cubiertas siempre son inclinadas, a dos o cuatro aguas, y los edificios tienen una cubierta plana y encima otra inclinada que está al aire, sin cristales o cerramiento, es algo curioso e inteligente por su parte, porque las cubiertas planas siempre nos dan problemas de humedades y goteras. Se usa en pequeños y grandes edificios, y en las ciudades ya cierran y utilizan este espacio, pero en el campo no. Las ciudades son muy diseminadas», explica, «el concepto de calle que tenemos aquí aparece muy poco, y hay provincias o autonomías con su gobierno y, al ser un país muy religioso, cada provincia tiene la fortaleza, un edificio con las dependencias del gobierno, las judiciales y la iglesia o templo budista, todo en uno».
Tras la aventura llega el momento de reflexionar sobre lo que aporta cada viaje. Antoni Vivó tiene claro que «todo esto te lo bebes y en cierta manera influye en tu modo de pensar, es un país que se ve feliz, no porque tenga muchas cosas, porque la renta per cápita es de 2.400 dólares anuales que es muy poco, pero les cuidan». También entre sí, ya que este menorquín apreció cómo «las familias cuidan de sus mayores muy bien, hay una relación intergeneracional intensa, las escuelas normalmente tienen un templo al lado, y los nietos llevan a los abuelos al templo cuando van a clase, allí los mayores se reúnen, hablan y luego vuelven a casa con sus nietos, hay mucho respeto, y tampoco he apreciado una subordinación de la mujer, o al menos no me lo pareció». Un país lejano, con una tasa no al alcance de la mayoría de viajeros (que permite a sus gentes vivir sin pagar impuestos) pero que según nuestro protagonista merece la pena conocer.