Fecha de nacimiento
— 26 de septiembre de 1973.
Actualmente vive en...
— Ciutadella.
Llegó a Menorca...
— El 4 de abril de 2015. El primer sitió donde vivió fue Cala en Blanes.
Profesión
— Esteticista.
Familia
— Pareja menorquina y dos hijos de su primer matrimonio.
Su lugar favorito de la Isla es...
— Entre muchos otros, Cala en Brut.
A los pocos días de llegar a la Isla se compró unas abarcas y cuando se las calzó «me parecía como si fuese de aquí», rememora Luiza, quien ha encontrado en Menorca su lugar en el mundo, un sitio en el que se siente acogida y del que no tiene planeado moverse de cara al futuro: «La gente al principio parece un poco cerrada, pero luego se abren de corazón y te acogen con toda el alma». A continuación, nos cuenta su historia.
Acaba de cumplir tres años viviendo en la Isla. ¿Qué fue lo que le trajo?
—Pues fue una amiga rumana que vivía en Cala en Blanes la que me habló del lugar. Me acuerdo de todos los detalles de la llegada, y especialmente del paisaje, es algo que no se olvida porque la Isla era un lugar muy diferente a lo que había visto hasta entonces. Hasta que vine aquí no había salido nunca antes de mi tierra. Tenía 40 años y no podía hacer ninguna comparación porque no conocía ningún otro lugar que no fuera mi país.
¿Qué le pareció el lugar?
—No sé cómo es el paraíso, pero esto debe ser lo más parecido a ese lugar, así es como yo lo siento. Me gusta vivir cerca del mar. Me enamoré de Cala en Blanes, parece como si hubiera nacido ahí (risas). Cuando regreso a ese lugar tengo la sensación como de estar en casa. Allí estuve viviendo los primeros nueve meses y conozco todas las calas de la zona.
Llega a un paraíso, como dice, pero empujada por qué.
—La razón fue una mala experiencia matrimonial. Necesitaba cambiar de vida.
¿A qué se dedicaba en su país?
—Trabajaba de esteticista, una profesión a la que me había dedicado 15 años, una actividad con la que ahora también me gano la vida aquí. Pero cuando llegué aquí trabajaba como limpiadora. Mi amiga me dijo que para el primer año me podía encontrar un empleo, pero que como no dominaba el idioma era mejor que fuera con ella a limpiar chalets.
¿Qué tal con los idiomas?
—Cuando llegué no sabía ni una palabra en español, pero ni una. No entendía nada. Aunque poco a poco lo fui aprendiendo.
Parece que más bien rápidamente, ahora lo domina a la perfección.
—Sí, dicen que los rumanos tenemos una habilidad para aprender más rápido castellano. Tenemos muchas palabras iguales, y lo que más me ha sorprendido es que también hay muchas similitudes con algunas palabras menorquinas, es curioso, pero claro, la raíz latina está ahí. El menorquín lo entiendo pero no tengo práctica para hablarlo, voy muy poc a poc.
Ahora ya está asentada aquí después de tres años, pero ¿cómo fueron los primeros meses de adaptación?
—Un poco difíciles, ya que no conoces a nadie. La primera vez que vine a Ciutadella sola el autobús me dejó en la parada cerca del cementerio, era un día de fiesta de Sant Joan y yo no lo sabía. No sabía ni una palabra y solo buscaba un locutorio para recargar el teléfono. Luego fui avanzando con el idioma y me di cuenta de que tenía capacidad para preguntar las cosas y hacerme entender. También hay que decir que el hecho de tener ahora una pareja menorquina me ha ayudado mucho a integrarme mejor y encontrar mi sitio.
Un camino de adaptación que ha culminado con la apertura de su propio negocio de estética.
—Sí, desde noviembre del año pasado. Era algo que quería mucho, volver a mi profesión, es lo que mejor sé hacer. Estoy tratando de introducir aquí la depilación de pasta de azúcar, por eso mi centro se llama Caramel. Es un método muy antiguo, de la época de Cleopatra.
¿Es más fácil salir adelante aquí con ese trabajo que en Rumanía?
—En cuestión de trabajo las cosas son muy diferentes respecto a mi país. Allí las mujeres se cuidan más, son más presumidas, nadie sale a la calle sin maquillaje o sin las uñas arregladas. Aquí la gente no se arregla tan en exceso como en Rumanía. En los países del este somos un poco diferentes en ese sentido.
Veo que las cosas no le van mal.
—Creo que todo ha venido paso a paso en mi camino, y pienso que eso es porque no estaba obsesionada en la búsqueda. Soy una persona muy abierta y dejo que el universo trabaje para mí, todo ha venido poco a poco. Me he encontrado con esta calle, la calle Eivissa, por la que nunca antes había pasado y ahora tengo aquí mi negocio. Tuve una corazonada con este lugar.
¿Se deja guiar mucho por las intuiciones?
—Sí, soy una persona muy abierta y con mucha confianza en Dios. Le doy gracias al universo porque me ha traído muchas cosas buenas en la vida, y una de ellas es Menorca. Mi vida ha dado un giro de 180 grados, creo que hay una fuerza ahí que me cuida y me guía.
¿Qué sabía de Menorca antes de aterrizar?
—Nada de nada. Nunca había oído ni siquiera el nombre. Pero cuando llegué aquí me enamoré de la Isla, de su mar, de los árboles, de las piedras y de su cielo. No sé qué es lo que más me gusta de ella (risas). Me parece como si ya fuera de aquí, me identifico mucho con el lugar. Esta tierra me ha traído muchas cosas buenas.
Ahora preséntenos Rumanía.
—Allí también tenemos cosas muy bonitas, el Mar Negro, el Danubio, montañas. Verano con litoral, invierno con nieve.
Un territorio que limita con cinco países y tiene muchas influencias.
—En mi caso, mi ciudad tiene más influencia de Rusia, ya que estamos muy cerca de Ucrania.
¿Qué echa de menos de su país?
—La comida. Hay un plato que me gusta mucho y para el que no encuentro uno de los ingredientes que necesito, un pastel que lleva una esencia de ron, pero es imposible conseguirla. Siempre que alguien se va a Rumanía le encargo el producto. Pero hay que decir que me he adaptado muy bien a la gastronomía de aquí, me encanta comer paella (risas).
¿Qué le pareció a su familia la decisión de mudarse aquí?
—Bien, aunque a todos les dio un poco de pena. Tengo ya dos hijos mayores, de 24 y 21 años. Han venido aquí a probar pero éste no es su lugar. Hay que tener en cuenta que allí vivíamos en una ciudad grande, como es Constanza, con casi 300.000 habitantes.
¿Cómo está la vida en Rumanía?
—La calidad de vida es baja. Por ejemplo, el salario mínimo es de 150 euros. Eso es muy poco para vivir, ya que los precios son muy parecidos a los de aquí. Un litro de leche cuesta lo mismo en los dos países. Más que vivir, allí se sobrevive. Es imposible ahorrar.
¿Cuál es la principal industria del país?
—Casi no tenemos industria. Una vez que se acabó el comunismo entró un partido político que destruyó todo, como la flota rumana que era una de las más potentes, también éramos uno de los principales productores de trigo de Europa, y ahora ya ni se cultiva.
Una situación económica que ha llevado a muchos compatriotas a emigrar.
—Sí. Especialmente muchas mujeres, porque tienen más fácil para encontrar un trabajo. Hay muchas familias sin madre en Rumanía, es una realidad muy dura la que se vive en nuestro país.
¿Qué planes de futuro tiene?
—No creo que me vaya de aquí. Mis padres fallecieron. Ya no me quedan raíces allí, mi hermana vive en Inglaterra. Yo no quería ir a ese país porque no me gusta el frío, somos muy diferentes.
¿Alguna vez se había planteado con anterioridad dejar su país?
—Nunca se me había pasado por la cabeza. Si me lo hubieran preguntado cinco años antes de partir le hubiera contestado que no, pero la vida cambia de un momento a otro.
Estamos en pleno Sant Joan. ¿Cómo vive la fiesta?
—Los primeros años vi la fiesta de una manera que no me gustaba tanto. Mucho borracho, mucha gente durmiendo en la calle, y como tenía que trabajar pues tampoco la podía disfrutar. Pero con el paso del tiempo la fui entendiendo mucho mejor y comencé a verla de otra manera. Me gusta la parte de la fiesta auténtica, la de la tradición, en la que la gente se implica, también que es una época en la que la gente es generosa, en la que se abren las puertas.
¿Regresa a menudo a su país?
—La verdad es que no, solo tres veces hasta ahora, por el divorcio y el fallecimiento de mis padres. Nunca fue por placer, y por eso tengo un recuerdo malo de los regresos. Pero llegar aquí es algo que me desconecta de todo dolor y me enchufa en otra vida. En Rumanía todo es más triste, la gente sufre, allí ves mucho dolor. Aquí todo es mucho más relajado y tranquilo.
¿Sus hijos tienen un buen porvenir allí?
—Su padre vive en Alemania, y viven entre ese país y Rumanía dependiendo del trabajo. Ellos tienen su vida allí.
¿Hay un comunidad rumana grande en la Isla? ¿Están en contacto?
—Sí, somos bastantes. Y cada 1 de diciembre, que es el día nacional del país, nos reunimos y hacemos cosas tradicionales. Estamos en contacto. En alguna fiesta nos hemos llegado a reunir cerca de 200 personas. Se que en Maó hay una familia de la que han venido hasta siete hermanos.
¿Qué le falta a su vida en Menorca?
—Me falta una iglesia, somos cristianos ortodoxos; echo en falta mi religión, somos de otra manera, rezamos mucho, y ahora hay que hacerlo en casa, me falta el sentido de comunidad. Una vez al año viene un sacerdote de Palma de Mallorca, pero a mí me parece poco.
Supongo que estará agradecida a esa amiga que le invitó a venir a Menorca.
—Ella sigue por aquí y siempre le doy las gracias por haberme traído. Nunca pensé que venir me iba a suponer un cambio tan radical en la vida.
¿Y usted ha traído a alguien?
—Ahora yo soy una gran embajadora de Menorca. Hablo mucho de la Isla con todo el mundo. Han venido a verme amigos y familiares. En mi página de Facebook pongo muchas fotos de puestas de sol y todo el mundo me pregunta dónde está ese lugar tan bonito.
Resuma su experiencia menorquina en pocas palabras
—Amor, amor y amor. Aquí he encontrado muchas buenas cosas. Me siento muy feliz.