El 18 de agosto de 2008 morían diez paracaidistas franceses y otros veintiuno, junto a cuatro afganos, resultaban heridos en una emboscada tendida por talibanes en un paso de montaña a 1.750 metros de altitud situado en el Valle de Ouzbin, al este de Kabul, la capital afgana. Francia despliega como saben cerca de cuatro mil efectivos, en el país asiático. La fuerza atacada pertenecía al 8º RPIM, una unidad de paracaidistas con un extraordinario historial curtido en África, en Asia y en los Balcanes.
A partir de entonces, los familiares de los caídos no han cesado de denunciar ante la Justicia ordinaria a los oficiales que mandaban la unidad atacada, por el supuesto delito de "puesta en peligro deliberada de la vida de otros", figura jurídica incluida en el Código Penal francés.
En un magnífico trabajo publicado en la revista de pensamiento militar "Ejército" (núm. 828 abril 2010) el comandante Alberto de Blas, alumno de la histórica "École Militaire" de París rebautizada hoy como "College Interarmées de la Defence", reflexiona sobre este tema que apoya en una conferencia impartida por el JEMAD francés, general Georgelin que abiertamente les dijo a los futuros mandos: "La amenaza más grave que pesa sobre nuestros ejércitos es la banalización de nuestra condición castrense, entendida ésta como el rechazo consciente o inconsciente de la ética militar, un concepto que pasa por la entrega potencial de la vida en cualquier circunstancia, momento y lugar".
Los informes presentados por los mandos de la unidad atacada, no fueron suficientes para dar respuesta a unas familias cuyos abogados llegaron a exigir en sede judicial un "por qué no hubo reconocimiento previo del terreno con helicópteros o con aviones no tripulados, cuando se sospechaba que el terreno estaba ocupado por talibanes". La denuncia no iba por tanto contra el grupo talibán responsable de la matanza, sino contra los comandantes de la fuerza. El Estado Mayor respondió con firmeza: "El argumento es inaceptable ya que pone en duda el principio mismo de la guerra y la legitimidad de la acción militar; no se hace la guerra sin aceptar que puede haber muertos". Pero, como reconocía Isabelle Lasserre, corresponsal de "Le Figaro" (10 Nov. 2009)que informó sobre el atentado "si los paracaidistas no estaban suficientemente equipados, fue porque se les hizo creer que servían en una misión de paz y no de guerra".
Aquí radica el problema. En la mentalidad de una sociedad a la que se ha manipulado con el espejismo de una deseable utópica paz, contrapuesto a la dura realidad del conflicto que llamamos guerra. ¡Quisiera ver yo a los elegantes abogados de un bufete de la Avenue Foch metidos en un desfiladero afgano con la orden de llegar a un punto determinado a fin de socorrer a otros compañeros! Como siempre, los estrategas de café imparten cómodamente lecciones a posteriori.
También recientemente en Alemania se había desencadenado una grave crisis debida a operaciones en Afganistán, crisis que le costó el puesto al Ministro de Defensa del momento y al Jefe de Estado Mayor del Ejército, así como el procesamiento del coronel que mandaba el operativo que actuó en Kunduz tras ser secuestrados dos camiones cisterna cargados de combustible. La Fiscalía Federal alemana acaba de cerrar el sumario considerando que las decisiones del coronel Klein, del que hablamos, "no significan que recurriera a métodos prohibidos, ni violó el Derecho Internacional Penal, ni el propio código alemán". Pero el daño ya estaba hecho. Las dimisiones, irreversibles. El desgaste enorme, para los contingentes alemanes que se sacrifican por sacar a Afganistán de la Edad Media.
Banalizar la ética militar –nos recuerda el comandante de Blas– no es sino poner en entredicho la especificidad militar. "El soldado debe aceptar de forma total y razonada, la posibilidad de que un día puede tener que dar su vida por su país" dice el General Lecerf, Jefe de la Fuerza Terrestre gala.
Pero, mientras la sociedad se mueva en una veloz esquizofrenia de valores en la que predomina el individualismo, el localismo, la búsqueda del bienestar y el egoísmo, chocará con la moral militar mas estática y apoyada precisamente en otros valores como el sacrificio y la entrega. Para lograr un acercamiento entre militares y civiles dentro de esta misma sociedad, habrá que saber explicar, por ejemplo, que son irreales los conceptos de guerras limpias y bajas cero. Este escaso conocimiento de lo que hacemos y una escala diferente de valores, son los que producen el cortocircuito de la banalización de nuestra ética profesional.
Sin entrar en el debate político de cómo calificar nuestros despliegues en el exterior, sí hay que comprender que un soldado sometido a fuego abierto en el valle del Murhab, tenga serias dudas sobre si lo que hace es o no es una misión de paz.
Lo que importa es que el resto de su sociedad le comprenda, le apoye, se "ponga en su piel". Porque es toda la sociedad, la que se la juega en estos alejados escenarios. También habría que saber explicarlo. ¿No será que estamos banalizando, además de la ética militar, toda nuestra esencia como pueblo?
Artículo publicado en "La Razón"