"Desgraciado el país que necesita héroes". La frase de Bertolt Brecht, utilizada a conveniencia tantas veces, define una situación bien determinada, a caballo entre la política y la historia.
En mi opinión, no se refiere el dramaturgo alemán al héroe en el sentido griego, al sacrificado, al ejemplar, sino al salvapatrias, al que aparece como imprescindible ante sus conciudadanos en momentos críticos y luego se lo cobra eternizándose en el poder.
En mis encuentros con universitarios, especialmente con los hispanoamericanos, suelo utilizar una dirigida pregunta ¿cómo se llama el oresidente de Suiza, que ahora no recuerdo? Nunca han sabido contestarme. Lo siento por Micheline Calmy-Rey, la actual presidenta de la Confederación Helvética, pero me alegro por el pueblo suizo. Un pueblo milenario, con una dura geografía y clima en los que ha sabido encontrar seguridad y riqueza, que ha construido en un territorio con orografía compartimentada, una rica federación. Un estado que admira a su héroe nacional, Guillermo Tell y que ha sabido mantenerse neutral en las dos últimas guerras mundiales, esgrimiendo incluso la fuerza de sus ciudadanos en armas ante un prepotente Hitler. Un país que supera crisis económicas, que absorbe con orden una densa corriente migratoria y que esgrime altas cotas de nivel de enseñanza y de sanidad.
¡Y no recordamos como se llaman sus dirigentes políticos!
Intente el lector llevar estos parámetros a la Venezuela de Hugo Chávez, a la Cuba de los Castro, a la Bolivia de Evo Morales, a la Nicaragua de los Ortega, al Túnez de Ben Ali o al Egipto de Mubarak... Me reservo por prudencia el citar a la España actual, donde el culto a la personalidad ha alcanzado estos días fervorosas manifestaciones.
Hablamos de sociedades que en lugar de construir sólidos edificios de administraciones públicas, levantan ídolos con pies de barro a los que encumbran con prensas compradas, campañas de marketing o falsas imágenes y discursos. Toda la vida del país, se refiere al presidente. El llena los telediarios, las inauguraciones, los congresos de fin de semana, las conferencias internacionales. La cuestión es hablar de el, meter en la retina del infantilizado pueblo, que es el único, que está en todo. Incluso cuando se equivoca, la culpa es de los otros: de la banca extranjera, del todopoderoso norteamericano, del lobby judío o de la prensa occidental. Lo fundamental es que el personaje pase ante su pueblo como la virgen milagrera que se enfrentará vencedora a las fuerzas del infierno y liberará a su pueblo. Entre esta creencia y una buena campaña en cada consulta popular, el interesado se perpetuará treinta o cuarenta años. Más tiempo no, porque le fallan las fuerzas, como al Comandante de Sierra Maestra. Si falta hace, se cambian constituciones porque hay que dar sensación de legalidad internacional. Da lo mismo acallar de la manera que sea, a los disidentes. Siempre los poderosos aliados preferirán estabilidad, a la libertad de unos súbditos, africanos o hispanoamericanos, de escasa relevancia.
Pero ahora, muchos de estos súbditos exigen ser ciudadanos de pleno derecho. Se manifiestan en Túnez o en El Cairo contra los «héroes» de Brecht. Masas unidas por determinada cultura, enlazadas en la red, dicen basta al maltrato policial, dicen basta al descontrol interesado de productos alimenticios vitales, dicen basta a la perpetuación del poder en una sola mano. Arriesgan estabilidad; arriesgan incluso la riqueza que les venía de un turismo que ahora dudará; arriesgan sus propios escasos bienes. Pero no se resignan a seguir modelos de convivencia desmochados. Creen en la alternancia política; odian la corrupción que les ha descapitalizado y prostituido; necesitan esperanza, futuro, horizontes.
El modelo ya no puede apoyarse en una persona –el presidente– de carisma más o menos definido. Necesitan apoyar y apoyarse en unas administraciones eficaces y honestas al servicio de la ciudadanía que representan. Poco debería importarles quien administrará este poder en nombre de todos. Quien les servirá y no se servirá de ellas, de estas masas adormecidas hasta hace unas semanas, que hoy gritan con cólera por las calles de Túnez , El Cairo o Managua...
Y en estos momentos tan difíciles, les decimos: ¡cuidado con los vacíos de poder; no alborotaos demasiado! Incluso ofrecemos apoyos –Francia, inicialmente, al Ben Ali de Túnez– e inmediatamente rectificamos, porque tememos perder fuertes inversiones, o las repercusiones del alza del precio del barril de crudo. Tememos corrientes de desplazados.
Miramos hacia otro lado cuando nos piden asilo político. Y siempre, cautos, cínicos, nos acogeremos a la manoseada cláusula de Derecho Internacional del «rebus sic stantibus» para apoyar al insurrecto de ayer, o al político con más futuro de hoy. Recogeremos y guardaremos las fotos comprometidas; dedicaremos dos telediarios y dos dominicales a las autoridades sobrevenidas, endiosaremos al nuevo Presidente, y seguiremos vigilando nuestros intereses.
Las masas esperarán el milagro que no vendrá, si no son capaces de reconstruir todo entre todos.
Si no saben hacerlo, tendrán que soportar a otro «héroe de Brecht» hasta la próxima revolución. Mejor que no.
Artículo publicado en "La Razón"