Vive el barcelonismo en un estado permanente de felicidad desde que arrancara el mejor ciclo triunfal de su centenaria historia. Ha ganado en tres años todas las competiciones que ha disputado salvo una Champions y dos Copas del Rey, una brutalidad sin parangón en el fútbol moderno y menos moderno, aderezada con un juego preciosista, maravilloso que, por ahora, no ha hallado antídoto que lo neutralice. La exhibición de ayer en la final del Mundial de clubes fue la enésima demostración de su armoniosa capacidad para embellecer este deporte bien llamado rey.
Pero no siempre fue así. Tiempo atrás, en los setenta, en los ochenta, el culé encontraba un único consuelo entre tanta frustración cuando derrotaba al Madrid en el Camp Nou, porque al término del campeonato era su eterno rival quien depositaba el trofeo en su vitrina. La cultura de la resignación del 'aquest any tampoc' acompañó la adolescencia e incipiente madurez de los ahora cuarentones convertidos entonces en fabricantes de excusas, unas más ciertas que otras, para justificar repetidos fracasos. Más o menos, se trata de la misma desazón que ahora invade a muchos madridistas.
Estos son nuevos tiempos. Ahora impera la marca Barça pese al dispendio inmoral que ha realizado Florentino Pérez al frente del eterno rival. El Barça no sólo somete al Madrid en el cruce directo en el Camp Nou y el Bernabeu sino que también gana la carrera de fondo, el campeonato de la regularidad nacional, el continental y el intercontinental.
Esta embriaguez de triunfos no será eterna, claro que no. Pero en la coyuntura actual, rodeados como estamos de pésimas noticias, la alegría que proporciona el Barça a sus seguidores es una pincelada de ánimo, un párrafo de satisfacción, un azucarillo entre tanta amargura cotidiana.