Vaya por delante que el titular de este artículo se refiere a las islas. Sí, a esos trozos de tierra diseminados en los mares que envuelven esta vieja y zarandeada Europa. Desde la antigüedad, la literatura está llena de referencias a ellas y actualmente son punto de destino turístico. Sin embargo, pocos llegan a entender lo que supone vivir 12 meses en una porción de tierra rodeada de agua por todas partes. Solo citaré una característica: subsistir es más caro.
Pero entre las islas hay dos categorías: las grandes y las pequeñas. Se puede decir que las primeras -si tienen una población abundante- son más respetadas. Las pequeñas, como por ejemplo Menorca, están más alejadas de la mano de Dios.
Frédéric Le Gars, residente de la Comunidad de Belle-Île-en-Mer, declaraba el domingo al «Menorca» que en el futuro las instituciones europeas «deben entender las singularidades de sus islas», al tiempo que relataba los problemas que ellos también sufren respecto a las conexiones con el continente. ¿Les suena? No es para desanimar al señor Frédéric Le Gars pero visto lo visto y después de años y más años de llorar pienso que lo tenemos crudo.
El Comité de las Regiones de la UE aprobaba, en noviembre de 2013, «animar a los Estados miembros a valorar la creación de nuevas estrategias macrorregionales con especial atención en las regiones que sufren desventajas naturales como, por ejemplo, las regiones insulares». Todo muy bonito, pero fue una declaración que todavía no ha tenido una repercusión concreta (o yo no las he notado).
Lo que sí sé es que tengo un hijo estudiando en Madrid y el coste que supone para las finanzas domésticas los desplazamientos a la capital.
Vale. Hay que insistir, pero o no saben o no quieren entendernos.