Agosto es un mes extraño. El antiguo sextilis romano y que cambió su nombre en honor del emperador Octavio Augusto, es el periodo de vacaciones por excelencia en España y en el que la actividad cotidiana se transforma. Para unos no se está o se va al ralentí, mientras que para otros la actividad es frenética (si se trabaja en el sector servicios). Además, el calor se convierte en síntoma de buen o mal tiempo, según el deseo y gustos personales.
Por otra parte, en Menorca y durante la mayoría de días que completan esta hoja del calendario, parece que el territorio se encoge y aparece la sensación de que o falta espacio o sobra gente. Es la época de mayor concentración humana. De los 91.000 censados en invierno se alteran los registros de población llegando a superarse las 200.000 almas. Empieza entonces una particular prueba de aguante y paciencia.
La mayoría del año, los menorquines estamos a nuestras anchas y solamente aceptamos, como algo normal, las muchedumbres cuando damos el salto a una gran ciudad. Pero si la agitación se traslada a casa, la cosa cambia. Hay que esperar para casi todo y es cuando aparece el agobio o el mal humor. Hay que soportar colas en los comercios, bancos, farmacias… Las calles se estrechan, en las carreteras hay que ir en procesión, los aparcamientos desaparecen y la arena de las playas queda oculta bajo un manto de toallas y hamacas, mientras el horizonte parece el Canal de Panamá.
Todo lo anterior es el precio que hay que pagar por la estacionalidad turística que nos aprieta y ante la que no hay alternativa para llenar la caja registradora a costa de los visitantes, porque llevamos décadas acumulando fracasos a la hora de alargar la temporada. De momento no hay otra. O se hace el agosto o se padece el mes de las angustias.