Lo ocurrido ayer en el Congreso evidencia el grado de crispación en el que está inmersa la política española. El grave enfrentamiento, dialéctico y personal, entre el diputado de ERC Gabriel Rufián y el ministro de Asuntos Exteriores, Josep Borrell, se inscribe en la escalada en la que está inmerso el independentismo catalán con el Estado. El motivo del guirigay es ya una anécdota, después de que Rufián se haya convertido en un experto de la provocación más insolente y contumaz para exasperación de la presidenta de la Cámara, Ana Pastor, que lo expulsó del pleno de la Cámara.
Los partidos soberanistas catalanes quieren romper con el Estado, lo que es apoyado de forma entusiasta por Rufián. Su comportamiento ayer es un episodio más, agravado si cabe, contra Borrell, destinatario de sus ataques. El ministro fue uno de los grandes protagonistas de la manifestación unionista celebrada en Barcelona el 29 de octubre del pasado año. Desde entonces se convirtió en pieza a batir por el independentismo.
Los debates políticos huyen de la confrontación ideológica para entrar en descalificaciones groseras. Lo ocurrido ayer alimenta la desconfianza en la democracia. Así todos salimos perdiendo.