A Paqui, musa de la austeridad. Y a Vicent Lluís, correligionario.
No todo va a ser llanto y crujir de dientes a cuenta de la crisis. Quienes nos pasamos la vida apagando luces, cenando de las sobras del mediodía o llevando zapatos al remendón, más por reflejo atávico que por ahorrar, aunque también, ahora nos sentimos rehabilitados, qué quieren que les diga. Después de soportar chanzas, sarcasmos y algún que otro mote como el de "posguerrines", alusivo a nuestra infancia de flechas y pelayos en la que la austeridad era la norma (como la castidad, la devoción, el patrioterismo, y tantas otras cosas que nos hacían personas de profit), ahora que ha explotado la burbuja vemos que muchos de nuestros debeladores, transformando la necesidad en virtud, intentan desesperadamente hacer méritos para entrar en la secta.
Pero me temo que no es tan fácil cambiar la inercia (¿el chip?) de quienes durante la época de la xalada perpètua recién extinguida se habían apuntado con armas y bagajes al turboconsumismo de productos efímeros, innecesarios y perfectamente inútiles, extasiados ante la imagen fílmica del ejecutivo que en lugar de echar la camisa sucia a la lavadora la tira a la basura mientras desgarra displicentemente el celofán de la nueva. O adoptan la pose de quien para mitigar los efectos de un estornudo gasta una docena de kleenex en vez de usar un tradicional pañuelo de hilo y guardarse los mocos en el bolsillo como nos enseñaban a los "posguerrines" para que fuéramos adquiriendo conciencia ecológica. O de quienes abandonan la nevera en el contenedor de basuras ante la primera vibración, o la tele a la primera nevada en la pantalla, o de quienes dan la vuelta al mundo tirando de tarjeta de crédito, o de quienes vuelven de viaje con los cachivaches más absurdos… En fin
Y que la vida del "posguerrín" no es nada fácil: el otro día casi derramo unas furtivas lágrimas mientras un técnico en ordenadores, con esa sonrisa compasiva que suele dedicarse a los dinosaurios, me asestaba el golpe letal de calificar mi precioso ordenador portátil, en el que tenía puestas todas mis complacencias, de antiguo, gagá, obsoleto (por poco no lo llama colaborador necesario de la crisis), y que debía cambiarlo inmediatamente si no quería ser objeto de befa universal. Protesté e incluso pataleé presa de un ataque de nostalgia que me llevó a recordar mi vieja bicicleta (me acuerdo de su esotérica marca: "Lobo", ahí es nada) de segunda mano que utilicé durante toda la infancia-juventud, el seiscientos de mi padre que rodó con gallardía por las carreteras de las islas durante más de treinta años (y no me extrañaría que aún siguiera haciéndolo) o mi fort sill de madera con el que jugué a indios y vaqueros hasta casi los diecisiete años, cuando empecé a achantarme ante la perspectiva que me descubriera alguna de las chicas a las que nunca decíamos que nos gustaban pero que nos gustaban de veras (éramos muy plastas para ciertas cosas).
Ahora, gracias a la crisis y mientras Zapatero teje y desteje como una Penélope majareta, y Rajoy vegeta esperando que se ahogue en sus propias lianas, los posguerrines concienciados esperamos poder cumplir algunos sueños: ver de nuevo (cuidado amigos con la feminista de guardia, a ver si lo decimos astutamente) cómo nos cosen calcetines agujereados con aquel singular huevo de madera, o vuelven a arreglarse las tostadoras de pan o los aparatos de aire acondicionado, o se alargan o acortan pantalones para pasarlos al hermano, o se da la vuelta a los cuellos de las camisas, o cómo se forran los libros de texto, cómo no se deja ni un mendrugo en la mesa, o se llevan a arreglar las varillas de los paraguas ahora que ya han dejado de regalarlos en los simposiums, o se utilizan los reversos de los folios usados para escribir esbozos de novela o pergeñar anónimos para Internet, o cómo se insulta simplemente levantando el dedo corazón, sin desperdiciar palabras, como nos ha enseñado recientemente josemari…
Ah! Y acabar de una vez por todas con los despilfarradores menús de degustación para escarbar en los menús del día como cuando de pequeños íbamos al pionero Can Sastre de Es Castell (Villa-Carlos entonses), volver a la cocina tradicional, de pobre, como las deliciosas migas aragonesas, o nuestro tradicional arròs de la terra (el sábado pasado sin ir más lejos llevé a unos posguerrines declarados y a unos animosos aspirantes al restaurante Bósforo, en el puerto, donde Lluís Orfila me había prometido una segunda exhumación (la primera es de Ca n' Aguedet) de tan ancestral plato, que no es arroz sino trigo molturado, con "botifarró" incluido: estuvo soberbio, pero los hay que aún no se han recuperado). Mi siguiente objetivo-Lluís está en ello- es recuperar las deliciosas, identitarias y baratas oranes, un postre mayestático perdido en la noche de los tiempos y que merece su lugar entre el mosaico de mousses, pies, tatins y demás mariconadas globalizadas.
Todo por la causa, al fin y al cabo: trampear como podamos volviendo a destapar el tarro de nuestras esencias. Y que chinchen los despilfarradores.