Los amigotes estábamos tomando unos potes en el Bar Urbasa, en los aledaños del Parque Pignatelli mientras en el pick-up sonaba, majestuoso, el imperecedero Hey Jude de los Beatles. Como si lo oyera ahora mismo, igual que el alegre tintineo de nuestros vasos. El vino era un correoso cariñena, a peseta la copa (uno acostumbraba a dejarse subrepticiamente la mitad o directamente tirarlo en una estratégica maceta, para poder seguir el ritmo de aquellos alegres e imprudentes dipsómanos). El camarero, un navarro rubicundo y lenguaraz, nos señaló a una beldad que hacía honor a la primavera mostrando su lechosa y excitante piel. Todos nos pusimos a cuchichear y a soltar las correspondientes procacidades. ¿Todos? No, uno de nosotros parecía ajeno a todo en una esquina de la barra, ensimismado y ausente a pesar de nuestros elocuentes gestos. Entonces levantó cansinamente la mirada y nos espetó un antológico ¿Puesss? Que pasaría a los anales de la pandilla.
Aquel sujeto levitante era ni más ni menos que el recién homenajeado doctor Miguel Gelabert Vidal, con quien había marchado a Zaragoza para estudiar Medicina. Aunque ambos éramos vecinos de Ses Moreres de toda la vida, no puede decirse que fuéramos amigos de la infancia y la culpa era totalmente suya: jamás le gustó el fútbol y esto en aquellos tiempos de plomo, sin otras opciones de ocio, era motivo de implacable ostracismo. A pesar de ello, cruel ironía, le recuerdo rompiéndose una pierna en el patio del colegio La Salle de la calle del Carmen, mientras el futbolero firmante consiguió sobrevivir sin fracturas hasta los cincuenta años, cuando una de sus inmarcesibles fintas le descalabró la rodilla.
A pesar de tamañas divergencias ideológicas, compartimos pensión y habitación en Cesaraugusta durante dos años y, aunque Miguel jamás pisó La Romareda, fuimos a los mismos guateques, agarramos juntos alguna que otra cogorza, conocimos a las mismas chicas con sus beligerantes codos y allí fraguamos una indestructible urdimbre de sentimientos compartidos. Nos vamos viendo y comentamos las jugadas de la vida ya que no del fútbol: la profesión común, los hijos y ahora ya ¡ay!, los nietos, bueno mi nieta. Afortunadamente, su mujer Lee es hincha reconocida del West Ham United y así cubrimos las lagunas culturales de Miguel, quien prefiere contemplar a sus gallinas (los huevos de Miguel son legendarios) que seguir los avatares de la Premier.
Siempre nos quedaba el cine y ¡Vaya si íbamos al cine! Ambos, con nuestro inseparable e inolvidable amigo Miguel Ángel Valero, nos enamoramos perdidamente de Julie Christie, la protagonista de la heroína Lara de "Doctor Zhivago". Y paseábamos por Independencia y tomábamos cañas con limón en Espumosos y bocadillos de champiñones en La Nicanora. Y, y, y, en fin, no creo que la nostalgia sea ningún error, aplicada en dosis correctas. ¿Quién no se pone melancólico recordando sus tiempos de esplendor en la yerba? ¿Cómo resistirse al aluvión de recuerdos que me trae el homenaje ciudadano a Miguel Gelabert? ¿Cómo no explicar por qué es absolutamente merecido, apelando a sus méritos humanos puestos al servicio de la comunidad?
Pero se cortó la vía zaragozana porque falleció don Bernardino su bonachón padre y tuvo que emigrar a Valladolid, a un colegio de huérfanos de militares, para poder continuar la carrera que habíamos iniciado juntos. Allí nos perdimos, para reencontrarnos años más tarde en nuestra irrenunciable isla de Menorca. Ambos supimos siempre que volveríamos a Ítaca, él convertido en un felicísimo médico rural y yo intentando compatibilizar mi doble vocación de médico y escribidor de ínsulas baratarias. Afortunadamente los dos hemos tenido esposas comprensivas porque de lo contrario él no tendría gallinas, ni hubiera podido mantener su permanente disposición de servicio, y yo, mucho más ególatra, no hubiera podido emborronar periódicos ni mucho menos, libros.
El viernes, mientras escuchaba los discursos, pensaba en lo atabalat (¿atribulado?) que debía sentirse en ese momento un especímen humano como Miguel, tan razonable y prudente como cálido y sencillo. En un momento determinado se volvió hacia mí y me susurró que no se reconocía ante lo que se decía de él. Yo sí le reconocía perfectamente porque no ha cambiado ni un ápice desde que vivíamos juntos en la pensión de doña Nieves cerca del río Huerva. Sigue siendo el mismo tipo fiable que puede darse el lujo de ser como es (¡qué suerte la de los alaiorencs!) porque está completamente en paz consigo mismo. Tan es así que, en la Sala de Plenos del Ayuntamiento, temí por un momento que Miguel levantara cachazudamente la mirada ante el respetable y nos soltara a todos otro antológico ¿Puessss?