Los menorquines están acostumbrados desde muy antiguo a las invasiones. No se puede ocupar una posición geográfica de privilegio en el mar más transitado de la historia occidental y pretender llevar una vida discreta y apacible. Ni imaginar que un puerto tan extraordinario como el de Mahón no vaya a ser objeto de deseo para otros. Por esta razón, y desde mil quinientos años antes de Cristo, siglo arriba o abajo, que es cuando se cree que comenzaron a llegar a la Isla los primeros pueblos venidos de fuera, Menorca ha sido explorada, invadida, sometida, anexionada, conquistada, canjeada y vuelta a conquistar, en una muestra completa y variada de cuantas combinaciones políticas ofrecen los intereses internacionales. Tres mil quinientos años dan para mucho.
Por aquí han pasado, para una cosa u otra, fenicios, cartagineses, griegos, romanos, vándalos, bizantinos, musulmanes, aragoneses, catalanes, británicos, franceses... Cada cual con sus intenciones particulares e ideas propias sobre cómo sacar partido a su estancia en la Isla. Las relaciones que con ellos se mantuvieron están en los libros de historia y son de todos conocidas.
Sin embargo, el isleño, tan amante de lo propio como desconfiado de lo foráneo, supo siempre asimilar lo mejor de aquellos contactos, forzosos unos y deseados otros, tomando de ellos cuanto le beneficiaba sin modificar su identidad. "Al César, lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios" es un principio elemental para mantener en buen orden las ideas cuando se es gobernado por alguien. Y quizá porque jamás cedió en lo esencial: su lengua, su religión, sus costumbres más arraigadas, el menorquín no tuvo empacho en admitir lo accesorio, pues sólo quien se siente seguro de sí mismo no teme el roce con otros. No sólo no ha renegado de las huellas de culturas ajenas, sino que las conserva y aun adopta como señas de identidad. Es por ello que las trazas de los sucesivos pueblos que por aquí han pasado son claramente reconocibles y enriquecen nuestro patrimonio. El campo sigue manteniendo el encanto de los nombres musulmanes en predios y barrancos, en aperos de labranza, leyendas y repostería. Y las ciudades y villas muestran como estilo artístico propio el colonial británico, que aquí cuajó en un tipo burgués que continúa siendo visible dentro y fuera de las casas, en fachadas o mobiliario.
Hoy, pasados aquellos agitados tiempos, la Isla acoge cada año a nuevos grupos de visitantes: los inmigrantes y los turistas, en una invasión pacífica pero tan real y determinante como las anteriores. Aún es pronto para juzgar su legado socio-cultural, que el económico está bien a la vista y resulta más fácilmente cuantificable. Pero es evidente que también de ellos recibe influencias Menorca, y su presencia modela y transforma la composición de la sociedad y hasta la guía de teléfonos, cambiando acentos, índices de natalidad y aportando servicios hasta ahora desusados.
Me gustaría pensar que el menorquín, tan respetuoso con las costumbres ajenas como fiel defensor de las propias, va a salir ganando en el trueque, como siempre. Que, también como siempre, se enriquecerá al contacto con los forasteros sin perder un ápice de su personalidad. Sin renunciar a cuanto le es característico. Esta vez ya no debe soportar leyes impuestas desde fuera. Le basta y le sobra con las de dentro, cada vez más numerosas e invasoras de las parcelas más íntimas de su modo de ser. Sí; me gustaría pensar que va a poder continuar disfrutando de hábitos tan familiares, inocentes y enraizados como "anar a romandre", hacer la matanza o pernoctar en cuevas. Libremente, quiero decir. Sin trabas administrativas. Sin hacer de lo natural un problema. No sea que, sin darse apenas cuenta, sufra los cambios más profundos, no por obra de los venidos de otro lado, sino de aquellos a quienes ha elegido él mismo.
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