Todas las casas del pueblo estaban con las ventanas cerradas, algunas con grietas, casi todas desvencijadas. Era la noche siguiente a la gran fiesta... A las tres, luego de que me hubieran leído las cartas Tarot bajé a la plaza del pueblo para depositar la bolsa de basura en un contenedor. La plaza estaba siendo remodelada, en un gasto de dudoso acierto. El caso es que yo bajé e iba con chanclas y no vi una botella. ¡Carajo!, grité; estaba rota. Me miré el pie y vi que tenía un enorme corte, y a pesar del dolor observé que no había nadie que paseara por el pueblo. Me lo palpé y pensé que no tendría valor para arrancarme el vidrio, no podía apoyar el talón. A lo lejos divisé a una mujer, que también iba a depositar su bolsa de basura; lo hacía en un contenedor verde de los antiguos que tenía las ruedas frenadas y bolsas de basura a su alrededor. Se acompañaba de un perro verde –de ojos de color verde quiero decir_ y de un gato, también verde –como la botella–, que se había asustado y subido al árbol más grande del pueblo, un chopo inmenso inmerso en la profundidad de la plaza; sobreviviente de la última etapa. ¡Duele!, exclamé... Los nuevos contenedores no eran verdes y estaban soterrados para favorecer la estética de la plaza y no dejar mal olor; y por eso me clavé la botella, porque la gente no respetaba a la hora de echar las botellas. No me preocupé por eso, sino cómo avisar a la mujer. A la noche no se podía gritar, me recriminarían. Llamar era osado; el descanso, todo eso... Creí reconocerla, trabajaba de camarera. ¡Oiga!, comencé. Pero al momento paré porque pensé que se asustaría y gritaría y avisaría a la policía y ésta vendría y el perro ladraría y la ambulancia no –sí la Justicia– y me llevarían preso, me retendrían por obseso y la fina no conseguiría nada. Me desanimé y dejé llevar y agarré el pie para soportar. "No grites –me dije– si no quieres asustarla y provocar su rabia y tener que aclarar"... La noche anterior había sido la gran fiesta, la del patrón, y la gente no estaba por explicadera. Todo había sido alegría y alcohol, buen humor... ¿Cómo alterar eso?... Se me ocurrió creer que los del Ayuntamiento se habían olvidado de recoger todas las botellas rotas y por eso me clavé una. Pero, ¿me podría quejar?, ¿o serviría de algo?... Ahora iba a pata coja a casa para llamar a la ambulancia y ver si llegaba y llevara, a urgencias; pero dudaba... Antes que todo eso oí como me vociferaban. ¡Esos saltos!, dijeron. Y sentí una gran aflicción y que estaba alterando el descanso. Me apoyé en una esquina a ver la herida; era mala. Llevaba un borracho y me saludaba y yo "buenas noches". Y seguía su camino.
"Creo que estoy bebido –dijo–, porque estoy viendo sangre". "No, es sangre" dije. Siempre me había resguardado de la amistad d la gente y me recriminaban por eso, por solitario e inconcreto; y ahora me encontraba solo y desvalido y en las peores circunstancias... Vi que la ventana de la fachada en la que estaba se venía abajo, que estaba cubierta de masilla y con las planchas desconchadas. "Faltaría que una me cayera encima" me dijo. Los dueños podían haber aprovechado el momento para lijar, pero en verano no se hacía eso. Estaba encinta de esa suerte de madera que ya no se veía en las carpinterías de la isla, y en los terrados se dibujaba el perfil de las antenas de televisión que se balanceaban y cabeceaban por alguna corriente de aire. Me paré a ver si venía la mujer, pero ésta se escondía y me rehuía y abría una puerta y se metía dentro, con el perro; el gato no. Quise llamarla, pero no; me venció el temor. Calzaba chanclas como yo, pero me pasó a mí el rajarme el pie. Fue cuando reparé en el reguero de sangre, cada vez mayor. No encontraba a nadie. Suplicaba por runa ayuda y recordaba las críticas de la gente y que estaba dispuesto a todo, incluso a pedir perdón y clemencia y disculparme por extravagante y raro. Y sentí que la vida se me iba y oí a un búho graznar y lo busqué en la noche, pero no lo hallé. Quizá él me pudiera ayudar, a visar. Empezaba a temer que moriría... ¿Nadie me vería?, ¿sentirían mi muerte?... Los del Ayuntamiento se colgarían las medallas por haber dispuesto los nuevos contenedores en la plaza y los de pompas fúnebres me recogerían por muerto de madrugada. El aire se deslizaba por las tejas y yo veía las estrellas, y como caían raíces de espino que me podía clavar si me desplazaba. "Mejor me quedo aquí" me dije. El viento desconchaba la cal de las fachadas y la hacía caer en forma de obleas o hijas blancas , de modo que la calle parecía un orfanato. Julio alumbraba espíritus y la gente hacía ungüentos y se entregaba a sortilegios, aficionada como era a lo esotérico, acompañando la quietud de la noche con ventilador y pañuelos para el sudor.
– Mientras yo me desangraba junto a una fachada, presa de dolor y confirmada mi creencia de que se podía morir por una botella rota en la plaza.