Hace años ni se viajaba tanto ni hacerlo vía aérea era asequible para una buena parte de la población. Recorrer mundo y cubrir distancias antes impensables para unas vacaciones se ha socializado. Ese turismo de masas que conocemos y mueve a millones de personas se lo debe todo al avión. Los precios de los billetes han bajado -nunca lo suficiente cuando se vive rodeada de agua, cierto-, y a cambio moverse por los aires ha perdido aquella elegancia endomingada de otros tiempos, cierto 'glamour' que rodeaba incluso al personal que nos servía el zumo de naranja.
Ahora ya no hay zumo, ni almendritas, ni sandwiches que llevarte a la boca para distraerte de pensamientos negativos ante cualquier ruido sospechoso. Hay estrecheces, y no sólo económicas; en algunas 'low cost', con las rodillas casi pegadas a la barbilla, rezas para que no te dé eso que llaman el 'síndrome de la clase turista'. Las azafatas ya no son políglotas, los azafatos tampoco. Y ahora encima te cobran por las maletas. En internet algunas compañías, después de haberte añadido euros por seguros varios, equipaje deportivo, o por cargar el billete a tu tarjeta, te ofrecen la posibilidad de pagar para reducir las emisiones de gases contaminantes. A mí a esas alturas la conciencia medioambiental ya se me ha ido al traste.