Nada nos pertenece en propiedad más que nuestros propios sueños. Nietzsche.
La tos no me dejaba dormir, mamá Teresa, se levantaba tantas veces como fuesen precisas, primero me ofrecía un vaso de agua, al rato una cucharada sopera de Lasa con codeína, que sabía malísimamente mal, dejándome un sabor de boca inexplicable. Claro está que yo era muy mala a la hora de tomar medicamentos, a buen seguro el culpable de todo ello era el esposo de mi madre que cada mes me sometía a un vaso de purgante que provenía de una botella de cristal de color verdoso. La etiqueta decía "Agua de Carabaña", pero esto lo supe al cabo de mucho tiempo, en un principio tan sólo conocía los palos, los redondos con rabito, los redondos sin rabito, el palito con barriga, según me iba enseñando aquella santa mujer a la que tanto quise y que siempre me faltó conocer sus apellidos. La hermana Francisca, alta como la torre de la canción que cantábamos en el patio del colegio de las Hermanas Carmelitas de la calle de Santa Rosa.
El envase de vidrio de aquella especie de veneno, que más tarde me obligaba a ir deprisa y corriendo a sentarme en el orinal de blanca porcelana, llevaba una etiqueta blanca con las letras que ya he dicho que no sabía descifrar, llamándome la atención su dibujo, monedas sobrepuestas unas con las otras, yo creía y lo creí durante años, se trataba de los duros de chocolate envueltos en plata, que me dejaban los Magos de Oriente. O tal vez, los que recogía por Navidad, con motivo de ir a felicitar.
La clave de aquel día era... Al entrar en la casa debía decir "buenas, molts anys".
A continuación, dar un beso a los señores de la casa, bien fuesen parientes de enfora, familiares, amigos de mis padres. Al igual que me sucedía con el pésimo sabor de el agua de Carabaña, para mí significaba un mal trago, sufría horrores, lo del besuqueo hi era de mes. Con la particularidad de que estaba muy advertida de no limpiarme la cara con la manga del abrigo, no fuese a ensuciarse y mucho menos en aquella ocasión que solía ser de estreno. ¡Oh Dios mío, qué mal lo llevaba! De manera muy especial con varias abuelas del recorrido matinal, que se les veía largos bigotes, negros, muy negros, que picaban un mal que fer al rozarte la cara.
No vayan a creer que todos los 25 de diciembre estrené abrigo. Mamá Teresa, mujer muy pulcra, muy apañada con una sabiduría en costura, no le sucedía lo mismo con la lectura, se defendía, pero su ligereza se le notaba frente la máquina de coser, con su aguja y dedal, dando unas puntadas tan diminutas que de tenerlas que descoser, en passaven un fum.
No sé si voy a disponer de suficiente espacio, por lo cual intentaré ser breve, para comentar la historia de un abrigo cualquiera, como podría ser el de la marinera. La cosa fue así:
1º. Me compraron tela de paño en color rojo. Parece ser me favorecía, era tan morenita, como si fuese ahora, antes de salir pasaba a dar un garbeo en la sala donde dormían mis padres, parándome frente el gran espejo del armario me veía muy guapa, tenia 4 anys, tan sólo suspiraba para ser mayor y poder llevar aquellas pulseras que las mujeres se ponían en las piernas en lo alto de las rodillas, evitando que las medias se deslizaran. Infinidad de veces me las puse a escondidas imitando a mi querida prima Paquita, la hija de la tía María y el tío Quicus, la veía tan guapa... y me quería tanto.
2º. Al segundo año, aquel abrigo quedó corto, había crecido más de lo previsto, por supuesto se contaba con un buen dobladillo, que debía ser alargado i vindria ben just. Y el largo de las mangas, por un igual. Para que no se notara la raya del doblez antiguo, mi madre cepillaba con esmero la prenda, lo plantaba sobre la mesa de la cocina, que para ello disponía de una manta de algodón de la misma medida, las dos planchas sobre el fuego de carbón y lo planchaba, por supuesto lo hacía sobre un trapo, evitando lustres sobre el tejido. Pero antes lo iba mojando con un pedacito de tela que empapaba en agua con vinagre, a mí me agradaba aquel olor que iba desprendiendo, el abrigo quedaba impecable, pareciendo nuevo.
3º. Continúa la historia del gabán, que al tercer año dejó de ser rojo, convirtiéndose en azul marino. Se deshizo todo él. Punto por punto, y acompañé a mi madre a casa de unas señoras que cuando hablaban de ellas las llamaban ses tinentes, vivían en la carretera de San Clemente baix de tot, muy cerca de la Explanada. Fue un palo el tener que dejarlo, preguntándome ¿y si lo perdían? Nada de todo ello sucedió, muy pronto n'Anniteta, la costurera de la plaza de la Miranda, actual despacho del arquitecto Enric Taltavull, lo plantó sobre una mesa que por tiempo había sido la del comedor de sus padres y sobre el mismo puso unas hojas de papel, en tono beig, que mi madre fue perfilando con unas enormes puntadas que llamaban punt de xampla, y el modelo se llamó abrigo a la marinera, con su cuello de vellut negro, cruzado con doble botonadura dorada, en el centro un ancla, tal cual los uniformes de los marinos. Quedó precioso, impecable, ni de nou havia estat tan guapo. En la espalda un pliegue per endins y su trocito de cinturón, del mismo género que el cuello.
Finalizado el capítulo, del abrigo y sus historias, de nuevo me remonto a los remedios caseros contra la inoportuna tos, a las tantas de la noche.
Como remate final de pruebas, cuando ya no sabía ni qué hacer, ni qué ofrecerme, me daba una pastilla de chocolate, de la tableta que estaba custodiada por un sinfín de cazuelas y ollas de porcelana roja.
Para que se sitúen, he de comentarles que la cocina de mis padres debía ser como la mayoría de sus tiempos, una vieja cambra que al comprarla Gori y Juanita reformaron, convirtiendo el patio en cocina. Con su fuego de carbón en los mismos fogones y una cuina econòmica que llegado el invierno se convertía en auténtica salamandra, pudiendo disponer todo el día de agua caliente, donde se cocía la comida y en el horno que llevaba incorporado, hacía maravillas a la hora de cocer un perol, cocas, pudín de requesón o cualquier cosa que servía de postre, o bien para la merienda de la tarde...
En lo alto de los fogones, la chimenea con su balaustrada que hacía las veces de estante, con los utensilios propios, sobre éste era donde permanecía el chocolate, enfundado en papel rojo, depositado dentro de una de las ollas. Cada vez que preguntaba el porqué de estar tan alto, mamá Teresa, respondía... Aquí baix hi ha un moix molt pillo i se'l menjaria.
Yo, ingenua, contestaba... no mamà, no n'hi ha cap. Pues claro que sí, e incluso tenia nombre propio.... Margariteta.
Lo bueno del caso es que el mecánico empleado de motorista en Transportes Militares se beneficiaba del suministro mensual del economato de Intendencia de Villacarlos. Para ello íbamos todos los meses con una cesta de palmas y varios talegos de tela hechos por mi madre. En cada uno de ellos depositaban cereales, garbanzos, lentejas, arroz, una garrafa de dos litros de aceite y cuatro tabletas de chocolate. Aún hoy me preguntó por qué lo bautizarían con el nombre de chocolate, ya que era lo menos parecido al dulce por excelencia, lo único que podría asemejarse... i encara... era el color, pero el sabor, tenía tanto que desear, algarrobo puro, adulterado y no sé cuántas cosas más añadir de aquel que mamá Teresa entregaba a una familia de la calle de San Pedro, cercanas a las antiguas cocheras de la motorizada.
Muchos de mi edad recordarán los chocolates Juncosa, Lloberas y su eslogan... "De todas maneras, chocolates Lloveras. Cada mañana, desayuno Ana". Los Amatller, el de La Tropical de la calle de las Moreras. El mecánico de La Mola recordaba el Arca de Noé, otro conocido como Mundial, el de Francisco de A. Seguí del Cos de Gracia, 29; la selección de los mismos que ofrecían en el colmado y confitería La Viña de la calle Wilson, 28, que viene a ser lo mismo que la Ravaleta. Otro del que también solía hablar, chocolates Victori de Pedro Allés, Comercio 11 de Mahón, juntamente al de la Palma, de la calle Hannover, que más que chocolate para acompañar el pan era puro bombón, el de Escudero de la Ravaleta y un sinfín que dejo de citar, ya que en todas las calles se encontraban pastelerías o confiterías y cada una de ellas elaboraba aquel riquísimo producto. Para mí en aquellos momentos, el preferido sin dudarlo era el Nestlé y sus preciosas colecciones de cromos, que aún hoy mi nieta fulleja de tant en tant.