Conste mi pasión por el arte contemporáneo; pero entrar en una galería de arte y encontrarte por toda exposición las paredes desnudas y una alfombra roja tan larga y estrecha como el propio local, no deja de ser sorprendente, y seguramente te haga interrogarte sobre si te has adelantado a la inauguración; pero no hay que irse, porque es la propuesta de un artista que a estas alturas renuncia al tradicional objeto de arte único, descontextualizado, para -como Duchamp con sus ready-mades en 1917- trasladar el objeto a su mente y poner el acento en sus propios temas y preocupaciones, centrando la acción creadora en su intención, en su decisión intelectual de definir algo -una actividad, una instalación- como "arte". Es otra vez el arte como idea, como proceso teórico. Es una alternativa a las formas y prácticas de exposición tradicionales que deja de lado el objeto y despoja a la obra de su estructura y límites a través de distribuciones temporales y muchas veces al azar, siempre escuetas, directas, minimalistas. Es otra vez un arte donde lo mas importante es el concepto en estado puro y lo de menos, su ejecución, en el que el lenguaje tiene un papel fundamental para atraer la atención del espectador y de los medios de comunicación sobre aspectos más de la vida que del arte: un arte, en fin, tan interesado en el contexto como desinteresado en el objeto, un arte calculadoramente excluyente, con un lenguaje a veces inaccesible.
Wilfredo Prieto, artista cubano (Sancti Spiritus, 1978) que se define conceptual, instaló una alfombra roja desplegada en línea recta sobre toda la longitud del espacio de una galería barcelonesa como único objeto de exposición, para que, por el hecho de estar allí, el visitante tuviera la necesidad de pisarla o de marginarse, mientras que justificaba su intervención con su juventud y con la previsible falta de limpieza de la galería que le acogía, a la vez que pedía comprensión y benevolencia sobre la base de la supuesta madurez de los espectadores que deberían visitarla, a los que no obstante alecciona: "trato de minimizar el contenido de las obras, de forma que, por la misma contradicción que se produce, se abran al espectador. Lo que persigo es comunicar más con lo mínimo, lo que desemboca en una especie de minimalismo simbólico. Más que tender a la clásica obra con la que el artista mantiene una comunicación con el espectador, procuro que éste se convierta en una especie de descubridor. Alfombra roja es, como su nombre indica, una alfombra tendida a lo largo de la galería bajo la que se oculta todo el polvo que este espacio genera. Funciona con un nivel de sutileza muy fuerte porque es muy probable que el público ni lo perciba. Sólo se consigue si se rompen las jerarquías y se levanta la alfombra, si uno se fija muy detenidamente. La obra se activa si la descubres, lo que prefiero a dar consignas en una dirección u otra. La obra es visualmente impactante, y tiene que ser así, porque el espectador es cada vez más inteligente, tiene un gusto y una sensibilidad más educados. Por eso me interesan obras que puedan ser leídas en un segundo pero cuya digestión sea lenta y a largo plazo. Así es un poco la época que nos ha tocado vivir. Recibimos unos flujos de información importantes en unos tiempos muy cortos que, sin embargo, pueden modificar cualquiera de nuestras experiencias. A mí me toca comunicar con el lenguaje que le es propio a mi día a día". Y así algún crítico define al artista como "una de las mentes más inquietas de su joven generación", que "dinamita los límites entre arte y vida con sutiles intervenciones -pese a que a veces sean de gran envergadura- y obliga al espectador a replantearse su relación con el trabajo artístico", y se admira ante tanta sutileza: "Obra que no lleva título, sino definición; debe evitarse confundirla con la evidencia misma. Donde hay una alfombra roja, larga, ancha, extendida, o se tiene potestad de hollarla o hay que quedarse a su vera, porque por allí sólo pueden transitar los valores supremos del poder, del espectáculo y de la cultura establecida; si no se forma parte de ellos, hay que marginarse. No obstante, si algún atrevido tuviera la curiosidad de levantar la alfombra para saber sobre qué se sustenta, debajo hallaría que aquel signo de dominio sólo oculta polvo real, el de lo pisoteado. Pero de eso nadie quiere saber nada, porque lo que importa es transitar por la alfombra. Prieto actuó como artista al extraer su obra de la realidad absoluta y mostrarla sin trampa, ni camuflaje metafórico; se ha limitado a descontextualizar, emplazarla en el espacio del sinsentido; lo que el observador acaba descubriendo, porque aquel objeto remueve sus entrañas. ¿No es esa la dimensión de la obra de arte?". El texto de la presentación de la galería tampoco tiene desperdicio: "Prieto revela una posición crítica que resulta de la discreta modificación de objetos mundanos como plantas, vasos o ventiladores. Estas intervenciones sutiles resultan en una imagen mimética en la cual el gesto artístico es prácticamente imperceptible, mientras cuestionan de forma simple y directa las grandes directrices del arte, política y economía contemporáneos. Aquí, el espectador descubre si llega a levantar la alfombra que debajo se acumulan polvo y escombros. Esta inesperada intervención por parte del espectador dimensiona el espacio de otra forma. El momento en que la obra deja de ser tangible y se convierte en oculta exige esa interacción física que transgrede la concepción del espacio galerístico y de la misma obra de arte. Así, Prieto adopta una posición prácticamente de "no intervención" y se reafirma en su práctica artística habitual: "Manejo la posibilidad de la obra de camuflaje, la obra encontrada. Lo percibo como un ejercicio de recolector o arqueólogo, que encuentra la obra hecha o que encuentra significados en la realidad, como artista hago la mínima operación posible, tratando de ser bastante cuidadoso con esos movimientos al llevar una obra a un contexto que está diseñado, por consenso, para leer arte". En otra clave de lectura, la alfombra roja es un símbolo visual de poder, relacionado con el trato conferido a dignatarios, celebridades y personalidades de alto rango. No es la primera vez que Prieto recurre a objetos asociados con el lujo como por ejemplo diamantes, un reloj de oro, un sofá de piel o una pluma Mont-Blanc, para elaborar su discurso artístico. De gran calidad estética, la obra combina la seducción de la ilusión y la fascinación con las estructuras de poder. En su intención metafórica, Prieto ofrece estas pequeñas perversiones como espejo de la propia existencia".
Y el que esto escribe no puede menos que recordar al conceptualista Lawrence Weiner (Nueva York, 1942) en sus proclamas ya añejas de finales de los sesenta: "El arte que imponga condiciones -humanas o del tipo que sea- para ser apreciado por quien lo recibe, constituye en mi opinión fascismo estético", con propuestas de tipo process como "un fijador de tinte estándar lanzado al mar" o aquélla que hoy viene aquí como anillo al dedo: "un cuadrado recortado de una alfombra que se use", en las que -decía Weiner- no importaba quién las ejecutara, porque eso era decisión del receptor –espectador- de la obra: el artista únicamente propone su formulación lingüístico intelectual, y requiere la disposición del receptor para asociar ideas a través de sus palabras, con lo que le permite imaginar su propia versión, sin imponer ésta. Las ideas, la elevación de las palabras a la categoría de obra artística debido a la dimensión material que aquéllas tienen, en aquellas fechas ya lejanas y para el arte pretéritas, fueron la esencia del arte conceptual y del art&language, que tuvieron sentido -e importancia- en un momento histórico determinado; pero pretender en el 2007 hacer lo mismo como si fuera lo último y encima con un llamamiento a la juventud del artista, como si eso fuera un mérito y no una cuestión de calendario, me parece, si no patético, penoso: para el artista, para el galerista y para el que firma como crítico de arte. Con todo mi respeto.
Tampoco debe ser fácil entrar en un espacio de arte y encontrar a un perro muerto, como hizo en la instalación montada por el artista costarricense Guillermo Vargas, de sobrenombre Habauc, en una feria de arte en Nicaragua: en la pared, escrita con comida de perro, la frase «Eres lo que lees»; en el ambiente, acciones sonoras -se escuchaba el himno sandinista al revés- y cuasinarcóticas -la quema en un incensario de piedras de crack y marihuana-, que convertían la pieza en el colmo de lo caótico. El perro callejero que el artista había capturado en un barrio marginal de Managua falleció al día siguiente. El artista intentaba justificarse diciendo que su intención era ir contra la hipocresía social, y la crítica respondía airada: "Los contemporáneos sufrimos el 'síndrome de Medusa', estamos, literalmente, estupefactos ante la pantalla contemplando toda clase de horrores sin que ni nuestras conciencias ni nuestros estómagos reaccionen. Algunos artistas, convertidos en unos aprendices de mago, profesionales del exorcismo pachanguero, deciden presentar a lo que todavía, inercialmente, llaman «mirada burguesa», cosas repugnantes o sencillamente delictivas. Sus provocaciones encuentran la respuesta convencional: la apatía o la vergüenza ajena. La brutal 'obra' de Guillermo Vargas nos lleva a pensar de nuevo en el sinsentido del arte contemporáneo. Obsesionado por el tabú, esto es, entregado al delirio de tocar y profanar lo que sea, no repara en gastos y gestos. Todas las gesticulaciones, solidarias con la empanada del reality-show, terminan por llevarnos a pensar que sería necesario recuperar la capacidad crítica o, por lo menos, aceptar que, en ciertas ocasiones, tenemos razones para la indignación. Porque el arte no puede ser el paraguas para el vandalismo y, consecuentemente, no tendría que garantizar la impunidad. Chris Burden disparó contra un avión al borde de un aeropuerto, Santiago Sierra llenó una sinagoga en Alemania de gases irrespirables, Teresa Margolles genera vapor con el agua que sirve para limpiar los cadáveres. En alguna ocasión he calificado a estas formas artísticas contemporáneas recurriendo al término 'idiota'. Y resulta que en vez de dejarnos estupefactos o hacernos pensar, el «realismo cruel» en el que se instala Guillermo Vargas revela más que la idiotez el cumplimiento cínico de la estetización contemporánea. No hay en esa obscena exhibición de atrocidades otra cosa que búsqueda de impacto mediático. Parece ser que este joven artista que se columpia entre la perogrullada y la política de la denuncia estaba invitado a la próxima Bienal Centroamericana. Su estilística era típicamente 'bienalist'»; tenía todos los elementos de la salsa de moda: un poco de sociología blanda, una tajada de retórica multicultural y algo escabrosa para que se pueda calificar el potaje indigesto como 'radical'… Él, con toda su rabia decorativa, no necesita la poesía: le basta con la brutalidad y ser así, faltándole tanto que leer, un analfabeto bestial. Su provocación es, sencillamente, repugnante".
Horror, pachanga, repugnancia, provocación, delirio, delito, idiotez y vandalismo, en las duras expresiones del crítico citado. Desorientación estética, impostura, diría yo. Excesos en definitiva del arte contemporáneo: de su búsqueda obsesiva de novedades; de la justificación de la utilización de todo tipo de soportes, tantas veces efímeros -cualquier cosa sirve para hacer arte-, que acaban convirtiéndose en provocaciones formales deliberadas con la única pretensión, vanguardia tras vanguardia, de impactar mediáticamente y asombrar al espectador con un prurito de esnobismo que a mi juicio debería estar hoy totalmente superado; y del nihilismo y pérdida de referencias del artista, incapaz muchas veces de hacerse entender, a pesar de ser lo que en definitiva pretende con su arte, del propio espectador y, por desgracia en multitud de ocasiones, del crítico de arte.