Tampoco hacía ninguna falta ser un brillante politólogo para saber que las protestas pacíficas en algunos países árabes iban a terminar muy malamente. Y así ha sido desde el punto y hora de cuando el guirigay de la protesta llegó a las puertas de la jaima del coronel Muamar el Gadafi. Rápidamente las cañas se tornaron lanzas y sin venir a caer en otras consideraciones, al coronel no le tembló el pulso para llenar las calles de su pueblo y su cielo de aviones y cañones, reclamando a sangre y fuego su ya larga continuidad del ordeno y mando. Ya digo, con una feroz represión, vecina de la peor de las guerras, la guerra civil, acorazado tras sus uniformes, que yo no sé como no hay nadie que le diga que parecen un 20% de uniforme y un 80% de disfraz, a medio camino entre la opereta y la ópera bufa. Pero eso, honradamente, es lo de menos.
La coalición internacional, liderada por Estados Unidos, Francia y Reino Unido, han tardado 15 días en decidirse si intervenían o no. Sólo después de vaya usted a saber cuántas muertes y cuántos destrozos, concluyeron que no podían quedarse de brazos cruzados viendo como Libia era un sangriento campo de batalla de libios contra libios, con un aporte de mercenarios de los que tiran tiros o bombas contratados por el que más paga.
Nuestro ejército también, por orden del gobierno, ha mandado su aportación agavillándola con la fuerza internacional. Lejos, en el archivo de la memoria, quedan los aciagos días de cuando estuvimos los españoles tirándonos tiros y bombas los unos a los otros, sin que ninguna fuerza internacional lo impidiera, dejando al final de toda aquella penosa historia las cunetas de las carreteras llenas de cadáveres mal enterrados y las ciudades y los pueblos llenos de verdugos sin compasión, porque así son y así terminan de ordinario las guerras civiles.
Lo de Libia y el coronel Gadafi viene de lejos, incluso de antes de que a un tal Ronald Reagan se le hincharan un día las narices y diera carta blanca a su ejército para soltarle sobre sus palacios una docena de bombas que le suavizaron sus cantos de gallo en corral ajeno. Ahora, vuelto a las andadas, puede que la cosa se le ponga definitivamente de muy mal poner, acabando cualquiera de estos días con la jaima por sombrero a nada que cuatro tomahowks le busquen las vueltas.
En cualquier caso, conviene no sólo analizar cómo puede terminar lo de Libia, hagamos un ejercicio de memoria para recoger el hilo de la madeja y que el bramante del ovillo nos devuelva a los orígenes. Recuerden que el detonante de la explosión reivindicativa del personal insatisfecho, principia el día en que un joven musulmán, que tenía un tenderete en un mercadillo en no recuerdo ya que zona de Túnez, le prohíben seguir teniendo su precario medio de ganarse la vida y entonces se conoce que en mala hora se dijo a sí mismo "que para poca salud más le valía morirse" y se quemó a lo bonzo rociándose con gasolina. Aquella llama humana prendió en la estopa reseca de la paciencia de miles de tunecinos que se plantaron en un "salga el sol por donde Dios quiera". A fin de cuentas ni Cristo pasó de la cruz ni ellos pensaron pasar de la plaza donde se habían unido y reunido por millares.
"Aquello" cruzó fronteras y llegó a otros palacios y a otras poltronas, de tal manera que incluso en Rabat, feudo del reino alauita, de motu propio se ha ofrecido a soltar parte del enquistado lastre de su soberanía. Lo malo ha sido cuando Gadafi ha recuperado parte de su atávica biografía diciendo que "iba a ir a por los insurrectos casa por casa y sin piedad", de tal manera que la fuerza de la coalición internacional, por fin le han dicho al coronel "venimos tarde pero con mal recao". Bombas, aviones y tomahowks, ¡tú verás! Y en esas estamos mientras el resto del mundo se pregunta lo poco que importa, lo caro que sale mantenerse en el poder. Es como si estas cosas fueran una novela escrita por alguien que ha perdido la chaveta.