Tumbada al sol, al amparo de la tramontana detrás de la pared y protegida por un viejo chándal, me he acordado del pasado veintinueve de enero, en el que me caí al mar en Calasfonts. Estaba aferrada a un mástil de optimist intentando que con el oleaje no chocara con los otros, había finalizado una regata y los niños llegaban cansados después de haber pasado el día en el mar, venían con ganas de acabar cuanto antes. Bueno pues, en una sacudida me caí. Ese día llevaba una falda corta y unas botas de caña alta, además de las tres o cuatro capas de abrigo habituales en mí, durante el invierno. La impresión del frío fue tremenda y la sensación del peso de la ropa que no me dejaba bracear, horrible. A duras penas alcancé el muelle entre barcos, aturdida por el frío y asustada por las miles de medusas que flotaban alrededor. Allí había un chico que me indicó que le diera la mano y en un momento me izó como si fuera un alga un poco molesta. Con un "¿estás bien?" que no pude contestar por el castañeo de dientes, provocado por los ocho o nueve grados de temperatura ambiente que había ese día, me mandó a casa a darme una ducha caliente. Aunque lo peor fue pasearme hasta el coche de mi hermana por delante de papás, mamás y curiosos –de los que estaba lleno el muelle a esas horas– rezumando agua salada a cada paso que daba. Mirándolo del lado positivo todo el mundo se rio mucho a mi costa.
Ese día mamá habría cumplido ochenta años, Uds. la conocen, aunque no lo sepan, porque siempre voy contando cosas de ella. Nos dejó el pasado mes de diciembre, en el que fue el peor día de mi vida. Desde el verano mi hermana y yo habíamos planeado preparar una merienda para celebrar su aniversario, que al final no pudo ser. Esa noche soñé que entrábamos en casa y estaba sentada en su butaca, en la que últimamente pasaba muchas horas, llevaba los cascos puestos para poder oír la tele. Nosotras llegábamos alborotadas para contarle ese ridículo espantoso de la caída al mar y hacerle pasar un buen rato, ella nos mandaba callar con un –de una en una, oigo tan poco, que no os entiendo– y después nos reíamos juntas.
Dentro del misal que tenía siempre a su vera, dejó una lista de la compra, en la que había anotado entre otras cosas –caprichitos para los niños.
Pasan los días y todavía miro el teléfono llorosa, deseando que suene y sea ella. A veces, siento la tentación de llamar al cielo y preguntar si ha llegado bien, –se liaba con las puertas y los pasillos– y al pensar en esto, me entra de nuevo la tristeza. Oiga, ¿es el cielo? ¿Mamá?, solo quiero decirte que te añoro y que te quiero.