Una cosa es que los españoles llamemos de todo a Ángela Merkel, menos bonita, y otra, muy distinta, que limitemos nuestra preocupación al aspecto económico (a las grandes pérdidas del sector hortofrutícola) del envenenamiento masivo por E.coli. Bastaría refrescar el principio básico que consagra la vida como valor supremo para sentir y lamentar como propia la pérdida de las veintitantas que hasta la fecha ha truncado la bacteria, equiparando de ese modo, cuando menos, la indignación por la ligereza de las autoridades alemanas con el sentimiento por las víctimas. Pues todo tiene remedio, salvo la muerte, de la firmeza y habilidad que use nuestro Gobierno depende obtener las indemnizaciones que palíen las pérdidas económicas, en tanto que de nadie depende ya que resuciten los ciudadanos europeos que han sucumbido a la virulenta enfermedad.
Pero esta crisis alimentaria podría recordarnos otras cosas, invitándonos a la reflexión. Una, la aparatosa fragilidad de las instituciones europeas y de la propia Europa como alianza transnacional; otra, la situación de riesgo extremo en que nos coloca la manipulación genética y biológica de los alimentos por una industria sólo interesada en el lucro y sometida a controles insuficientes. Del aceite de colza desnaturalizado a las vacas locas, pasando por los pollos belgas o la leche contaminada, puede seguirse el rastro de ese tipo de criminalidad que, si bien no es nueva, adquiere hoy proporciones escalofriantes con la globalización, la masificación y el desarrollo de las tecnologías alimentarias enfocadas únicamente a producir más y con mayor rendimiento económico.
Sabemos cómo manipular los cereales o las hortalizas, y crear pesticidas erradicadores, para que no les ataquen los bichos, pero no qué le pasa al cereal o a la hortaliza, en lo profundo, si los bichos, que están para eso, no les pican. Ahora, en este andar a ciegas por las consecuencias de nuestros actos, se sospecha de una plantación de brotes vegetales o de soja envenenada por la mano del hombre. La sospechosa, sin embargo, es la mano.
Brotes de soja
RAFAEL TORRES |